miércoles, 20 de junio de 2007
STIZZY
Stizzy, el loro de Ray Guadalupe, tuvo un mal final.
Y tan solidario fue el comportamiento luctuoso del amo que la trágica suerte del bicho casi le acompañó. Hasta el momento en que una estúpida puta asesinó involuntariamente al loro, Ray había sido un extravagante saxofonista mexicano que se ganaba la vida tocando jazz en Nueva York. Pero la visión del cuerpo muerto del loro, ese cuerpo caído en el suelo del cuarto de baño, ese cuerpo con el cuello retorcido y roto, esa cabeza completamente vuelta del revés, ese pico dejando escurrir una hilacha de sangre entre las alas, esa desoladora certeza del compañero inmediato asesinado convirtió al saxofonista en un feroz vengador justiciero.
Ray Guadalupe disparó los seis tiros de su revólver contra la puta que había matado a su loro. La puta murió instantáneamente, tan instantáneamente como había muerto Stizzy.
La verdadera culpa del doble crimen hay que achacársela a una tonta manía del loro. Hasta los animales tienen ese tipo de manías que salen demasiado caras. El ruido y el fragor humano del público en las canchas deportivas provocaba en Stizzy un estado de horror ciego. Cuando su amo Ray, en su modesto apartamento neoyorquino de la calle 42, encendía el televisor para ver los partidos de basket, el loro saltaba revoloteando desde lo alto de su aro y corría a esconderse en el interior de la bañera. Acurrucándose contra el fondo de esa trinchera, Stizzy intentaba silenciar la lejana bulla procedente del basket televisado. Stizzy se tapaba la cabeza con las alas, con unas majestuosas alas de brillantes plumas azules, rojas, negras y plateadas.
Eso había sucedido tarde de basket tras tarde de basket, pero en la fatídica tarde autos no pudo ser así. Todo ocurrió de la peor manera. Jessy Angora así decía llamarse la prostituta que horas antes había cumplido profesionalmente los deseos sexuales de Ray se encontraba tomando plácidamente un baño cuando Stizzy irrumpió a lo loco en el cuarto, se abalanzó hacia el interior de la bañera y cayó entre los enjabonados pechos. Jessy, asustada por la repentina acometida del bicho, se defendió sacando un brazo de debajo del mar de espuma y largando un fuerte manotazo. Stizzy tuvo la mala suerte de salir despedido por el aire y chocar contra el borde del lavabo. El cuello se estrelló contra la loza. Desnucado, el bicho se desplomó sobre las frías y húmedas losetas.
Hasta aquella fecha nefasta en que el saxofonista de jazz descubrió a su loro tendido sin vida en el suelo del cuarto de baño y disparó seis balazos contra una aterrorizada e incrédula pelandusca latina, Ray Guadalupe no sospechó que los irrefrenables ataques de paranoia de su exótico pajarraco pudieran desembocar en algo tan terrible. Aunque también es cierto que Ray, con un breve pero irritado encogimiento de hombros, respondía a todas y cada una de las espantadas del loro cada vez que se disponía a ver un partido de basket. "Gallo que se raja en gallera ajena, gallo que lo ultiman a la primera", solía decir el saxofonista de jazz.
Músico y loro se conocieron de manera fortuita. Fue un gélido anochecer de enero, cinco años atrás. Caminando despreocupadamente por la Quinta Avenida, Ray se dirigía a tocar en el Spoonful Hot Hut cuando fue sorprendido por un impertinente parloteo musical. A pesar de la tremenda helada que estaba cayendo, en la puerta de una pajarería, un vistoso loro canturreaba: "Salt peanuts, salt peanuts, salt peanuts..." Y sin pensarlo dos veces, el saxofonista mexicano entró en la pajarería y preguntó por el ave, por su pasado y por su precio. Aparte de los ciento veinte dólares que le pidieron por el animal, poco fue lo que Ray sacó en claro. Dos días más tarde, con parte del dinero prestado por un batería negro, risueño y californiano, un monstruoso batería que era capaz de sacar música hasta del goteo de un grifo, y con la otra parte obtenida con un adelanto del club, Ray Guadalupe regresó a la pajarería de la Quinta Avenida y compró el loro, que en honor a Dizzy Gillespie, recibió el nombre de Stizzy.
Con bastante frecuencia, el jazzista mexicano solía aparecer en el Spoonful Hot Hut con el saxo enfundado y colgando del hombro derecho y con Stizzy clavando férreamente los córneos garfios de sus garras en el hombro izquierdo. Mientras estaba en escena, tocando con su grupo, The Four Bravos, Ray dejaba al loro encima de la barra del club.
La noche anterior al trágico final, Stizzy fue depositado en el sitio acostumbrado y Ray subió a tocar con sus compañeros. El saxofonista mexicano estuvo especialmente inspirado en sus solos y en todo lo que tuvo que ver con la añeja melodía "Lady be good".
Sus compañeros también tocaron en una especie de estado de gracia. The Four Bravos sonaron como los ángeles.
La mano izquierda de Jay Jardiles, un joven y soberbio pianista de Veracruz, atacó oscuros y enigmáticos acordes de Theloniuos Monk, pero la mano derecha arpegió con la suntuosa y sofisticada solemnidad de Ellington. Mientras Jardiles tejía un terciopelo púrpura, Guadalupe sopló auroras de los triste trópicos.
Herman Stein era un judío berlinés que había llegado a Nueva York huyendo de la reunificación alemana tras la caída del muro. Su contrabajo sonaba como si un joven Charles Mingus se deleitara comiendo gambas y bebiendo champán a orillas del Hudson. Espoleado por este pulso exquisito e hipnótico, Ray sopló notas hermosas con suntuosa facilidad.
Pero la fuerza más decisiva vino de Johnny Bíceps Mancuso, un barriobajero baterista de Brooklin, un macarra capaz hasta de hacer cantar al ritmo de su baquetas un skat a los pedruscos presidenciales del monte Rosmore. Al tiempo que Bíceps Mancuso percutía su orfeón geológico, Ray recitaba con su saxo fragmentos de Popol Vuh.
Y mientras aquellos prodigios jazzísticos ocurrían en el escenario del Spoonful Hot Hut, otras aventuras mundanas tenían lugar en el local. La señora Catherine Fulbright, un ejemplar con pedigrí de la más fina sociedad neoyorquina, apoyó el codo de uno de su brazos en la barra. Inoportunamente precisa fue la señora al aplastar con su aristocrático codo buena parte de la pata izquierda de Stizzy.
"Puta, Ray chilló el animal . Putarra, putarrón, puta, Ray, Raay, Raaay. Putarra, puutarrón, puuuta, Raaaaay..."
La elegante señora Fullbright, enarbolando el bolso de mano, intentó acallar a golpes la irracional respuesta de Stizzy. A punto estaban los Four Bravos de finalizar su pletórica interpretación de Lady be good, cuando el líder del grupo se percató del peligro que corría su loro. Ray saltó inmediatamente del escenario y se metió en la trifulca.
"Ahorita se me queda quieta, vieja. Ahoritita, no más, aquí te quedas de piedra, vieja pendeja. Tantito se me da quien sea la marquesa, pero nadie le toca una sola pluma al loro de Ray Guadalupe. Aquí está un cuate dispuesto a reventarle el caché a la señorona gringa".
Acabado el altercado, la señora Fullbright recibió una catarata de excusas del encargado del Spoonful Hot Hut y le fue prometida una contundente reparación. Ray Guadalupe y sus Four Bravos fueron despedidos del local. Tras abrazar a sus soberbios compañeros, con el saxo colgando de un hombro y el loro encima del otro, Ray regresó a casa.
Al llegar al apartamento, como el jazzista mexicano estaba absolutamente deprimido, pidió por teléfono que le fuera enviada a casa una puta latina.
Apareció Jessy Angora. Y al fin y a la postre, resultó peor el remedio que la enfermedad.
Ray folló con Jessy durante toda la noche, durante la mañana y durante una buena parte de la tarde. Al llegar la hora del basket, el saxofonista mexicano recuperó el ritmo habitual de sus entretenimientos y se sentó delante del televisor. Jessy Angora decidió tomar un baño. El loro Stizzy no pudo controlar su locura animal y salió de espantada hacia la bañera. Jessy hizo lo que hizo. Stizzy murió como murió. Y Ray Guadalupe, en un exceso de amor animal por la vida de un loro y en un desprecio absoluto por la vida humana, aunque se trate de una compadecible prostituta latina, fue sentenciado a cumplir cadena perpetua en una prisión federal.
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