miércoles, 27 de junio de 2007

NUNCHI



La ciencia hispano-árabe

Margarita Bernis

Temas españoles, nº 235
Publicaciones españolas
Madrid 1956 • 29 + IV páginas

Introducción
La ciencia «árabe»
La ciencia árabe y nuestra ciencia
Los hispanoárabes



Introducción

Los «árabes» invadieron la Península Ibérica en el siglo VIII, se establecieron en ella y disputaron sus tierras a los cristianos durante ocho siglos. En los tiempos en que estudiábamos este período de nuestra historia tropezábamos con una época confusa y enmarañada: ni siquiera el empollón de la clase era capaz de ordenar en su cabeza ni en sus cuadros, cuidadosamente divididos en reinos, batallas y fechas, todo el barullo de reyes y personajes que se suceden a lo largo de la Reconquista: los Alfonsos, Sanchos y Bermudos se repiten en todos los reinos cristianos, y del V de Aragón pasamos a un II de Navarra, para volver tal vez a un IV de Castilla; los reinos musulmanes se multiplican, y mientras tanto moros y cristianos corren de acá para allá por el mapa de la Península. Al final nos imaginábamos un tropel de turbantes y chilabas saliendo de España tras el infortunado Boabdil y dejando el campo limpio de extraños a los caballeros de los Reyes Católicos.

El desgraciado Rodrigo, Abderramán III, el Cid, Fernando el Santo y los Reyes Católicos son algunas de las figuras que sobresalen en este mare magnum de moros y cristianos cuando terminamos el bachillerato.

¿Quiénes eran estas gentes que convivieron con los cristianos? ¿Qué trajeron y qué nos dejaron? En estos últimos tiempos se han multiplicado los estudios sobre los pueblos árabes, y más particularmente sobre su civilización, que incluye no sólo la de los árabes de Arabia, sino la de todos los pueblos denominados con este nombre, es decir, gentes que hablaban el árabe y que formaron parte del Islam en la Edad Media.

Según investigaciones relativamente recientes, los «árabes» de la Península Ibérica tenían poquísima sangre árabe y sólo algunas gotas más de sangre bereber; pocos fueron los invasores, pocos los que se marcharon e incluso podíamos decir que «estaban aquí ya»; la dominación árabe en la Península se resume en la incorporación al Islam de un Pueblo con más de 90 por 100 de sangre latina que adopta su religión (aunque muchos cristianos y bastantes judíos conviven con los musulmanes) y que aprende y modifica su civilización.

Volviendo a nuestro bachillerato, acaso la Historia que estudiábamos tenía demasiado poco de historia de la cultura. En el fárrago de los acontecimientos de la Reconquista recordamos que hubo una batalla de Las Navas, que Almanzor asoló los reinos cristianos, que San Fernando conquistó Sevilla. Pero muchos de los que años más tarde nos dedicamos a las Matemáticas o a la Astronomía, a la Medicina o la Ciencias Naturales, ¿recordamos nombres como Azarquiel o Maslama, de Madrid? ¿Qué sabemos de la labor de los traductores de Toledo o de médicos como Avenzoar o Abulcasis? ¿Tenemos idea de las [4] aportaciones a la Botánica de los naturalistas hispanoárabes?

Refiriéndonos, en particular, a la ciencia española, es precisamente en años de la Reconquista cuando esta ciencia alcanzó la supremacía sobre la del resto del mundo civilizado, cuando se llamó a España «la antorcha de Europa». En el siglo X la brillante Córdoba de los Omeyas es «la perla del mundo», según la frase de la monja sabia Hrostwitha, del imperio de Otón. En los siglos XI y XII las escuelas de los reinos de Taifas sobrepasan en filosofía, ciencia y madurez de pensamiento incluso a las de la corte de Bagdad. En el siglo XII Toledo es, bajo el reinado de Alfonso VIII, el centro cultural más importante de Occidente y a su Escuela de Traductores acuden sabios de toda Europa para aprender «artes arabum». Y en la época del gran arabista Alfonso el Sabio los españoles fueron los maestros de Occidente a través de una corte de astrónomos, alquimistas y matemáticos, entre los que se incluía el mismo rey.

La ciencia «árabe»

En la historia de la Ciencia los hispanomusulmanes se incluyen en la ciencia «árabe», que es patrimonio del mundo islámico durante varios siglos de la Edad Media. Los árabes del siglo VII son discípulos directos de los griegos y alejandrinos a través de las escuelas sirias, y en el siglo XIII son los maestros de los escolásticos de la Europa occidental a través de los hispanomusulmanes. Los centros más importantes de esta cultura son, primero, Bagdad y, más tarde, Córdoba y los reinos de Taifas, además de algunas cortes del norte de África.

Los primeros tiempos

Hacia el siglo VI empezó a alcanzar cierta importancia una escuela siria de Medicina de la ciudad de Yundi Sapur, en la que los descendientes de unos filósofos emigrados o expulsados de Asia Menor y Grecia guardaban en moldes la adormecida ciencia griega y cultivaban la Medicina con bastante acierto.

Por aquellos mismos años, las vecinas tribus nómadas árabes guerreaban entre sí, cultivaban la poesía y ejercían la hospitalidad. Entre ellos nació Mahoma y predicó la fe del Islam; después de la muerte del profeta, la nueva fe dio empuje al espíritu guerrero de los nómadas árabes, empeñándolos en la «guerra de Dios», que había de llevarlos a los confines del Mediterráneo y a lejanos países de Asia. En sus concursos de poesía se forjaba un idioma rico y flexible y su espíritu generoso y hospitalario había de ser un factor importante en la convivencia con los pueblos sometidos.

La escuela de Yundi Sapur cayó pronto bajo el dominio de los descendientes del profeta. Almansur, uno de los califas árabes, necesitó un médico y mandó llamar al cristiano que a la sazón dirigía la ya famosa escuela; el éxito del médico conquistó el favor del soberano, no sólo para sí mismo, sino para los que con él se dedicaban al estudio de la medicina y la filosofía; el prestigio y la veneración de los letrados crecieron rápidamente en la corte de los califas y la protección a la escuela continuó en los descendientes de Almansur hasta el extremo de atraer a los estudiosos a la misma corte, con lo cual Bagdad se trasformó en poco tiempo en un centro de escuelas filosóficas y científicas de especialidades muy diversas.

El esplendor de Bagdad

Harún al Raschid, el califa de las mil y una noches, y su hijo Almamún (813-833), el Rey Sabio, contemporáneo de Carlomagno, son, ambos, protectores de sabios y fundadores de escuelas, y bajo sus reinados las Ciencias y la Filosofía reciben el máximo impulso.

En el siglo IX Bagdad es una ciudad [5] rica y próspera; el extranjero admira, no sólo sus palacios y jardines, sino también las numerosas bibliotecas, los hospitales y baños, el observatorio, las obras de irrigación y técnicas. Las academias reúnen astrónomos, matemáticos, médicos, alquimistas. En la época de Almansur son famosos el sirio Hunain, médico y traductor cristiano; el Joarizmí, algebrista persa, y años más tarde, Albatenio, el astrónomo, y al-Razes, el médico alquimista. Durante todo el siglo IX Bagdad es el centro de la sabiduría del mundo civilizado; en los hospitales, modelo de organización, practican y aprenden los médicos, y los maestros enseñan Filosofía y Ciencias en las mezquitas y bibliotecas.

Los pueblos incorporados al Islam imitarán a Bagdad, y en el siglo X la supremacía civilizadora pasará a Córdoba. Bagdad perderá su poder político, pero todavía en los siglos X y XI sus escuelas son famosas y ha de dar algunas de las figuras orientales más notables; entre ellas Alhazen, creador de la óptica. Albiruni, el agudo astrónomo que admite la validez de cualquiera de las hipótesis antiguas sobre el sistema planetario, y los alquimistas misteriosos de la secta de los Hermanos de la Pureza; entre los siglos X y XI vive Avicena, el médico filósofo que introduce, con Averroes, la filosofía de Aristóteles en la Europa de los escolásticos, y Algazel, en cuyas matemáticas balbucea el cálculo infinitesimal.

Con ellos rivalizan los sabios del califato de Córdoba y los primeros reinos de Taifas, de los que hablaremos más adelante.

¿Por qué ciencia «árabe»?

Las escuelas y cortes musulmanas estaban formadas por gentes de diversas razas, nacionalidades y religiones. Entre los más doctos de estas escuelas encontramos árabes, sirios, judíos, iranianos, indios y latinos; aunque predominaba la religión musulmana, en las cortes de Bagdad y Córdoba abundaban los cristianos y judíos y en el Oriente conviven, además, con hindúes y zoroástricos.

¿Cuál es, pues, el elemento que amalgama toda esta cultura? Muchos sabios fueron bilingües y trilingües entre sus excelentes traductores; algunas obras, sobre todo en los primeros tiempos, se escribieron en sirio; pero el idioma en que se escriben la inmensa mayoría de las obras fundamentales es el árabe. Tanto los letrados de Bagdad como las clases cultas del Andalus, El Cairo o Fez prefieren esta lengua.

Los hijos del desierto había creado un rico idioma «cantando las vértebras del camello, los matojos de las dunas, las sangrientas lides, los festines bárbaros o la libertad cristalina e infinita de la miseria y el hambre, y en su poesía, que se ha llamado archivo de los árabes, «constaban las viejas riñas, las genealogías y hasta la geografía y las rutas de arena».

Al decir de los arabistas, esta lengua es más concisa y flexible para la ciencia que el latín, idioma por aquel entonces de la Europa occidental y, tanto como el griego, lengua oficial del Imperio bizantino.

El contacto entre los pueblos musulmanes se mantiene vivo e intenso en estos siglos, no sólo por el idioma y la religión, sino también gracias a sus andantes mercaderes: los camellos cruzan continuamente los desiertos, cargados de ricas mercancías, y los barcos atraviesan los mares desde el Andalus a las costas de Siria y desde el Eufrates a los lejanos mares de la China.

También viajan los peregrinos: todo buen musulmán visita la Meca alguna vez en su vida y vuelve a su tierra no sólo aureolado de mérito religioso, sino cargado de noticias y habladurías de las tierras lejanas. En muchas épocas son los mismos sabios los que viajan en busca de un original precioso, o los emisarios de tal o cual califa (¡Alá esté satisfecho de él!) quienes marchan a las cortes más prósperas para adquirir [6] obras maestras destinadas a enriquecer las bibliotecas cortesanas.

El idioma árabe es el recipiente de toda esta cultura que nace en Bagdad y que viajeros y peregrinos divulgan por los pueblos del Islam; a lo largo del Mediterráneo, otras ciudades imitan a la capital del califato, y van apareciendo bibliotecas, academias, baños, hospitales; las ciudades se embellecen, las cortes se pueblan de letreros y médicos; apoyados en las columnas de las escuelas, los maestros explican y discuten con los discípulos agrupados a sus pies, analizando y ordenando viejas y nuevas teorías.

La ciencia árabe y nuestra ciencia

Desde nuestro punto de vista de científicos del siglo XX, ¿cuáles son las ciencias de los pueblos árabes? ¿Qué añadieron estos pueblos a las Matemáticas, la Astronomía, la Medicina, las Ciencias Naturales?

Aunque los letrados del Islam eran, en general, más o menos enciclopédicos (la especialización es una hierba muy moderna), estudiaban la Filosofía dividida en otras disciplinas, con arreglo a las enseñanzas de los primeros especialistas científicos; los alejandrinos, maestros preferidos de los pueblos árabes; éstos habían ampliado la antigua división griega de la Filosofía (metafísica y ciencia positiva) en otra más compleja; probablemente esta separación ayudó a Aristarco de Samos a ver el sistema planetario desde el Sol en la posición del puro astrónomo.

Los árabes, aunque no tan científicos ni tan especialistas como los alejandrinos, aprendieron de ellos a dividir la Filosofía en distintas disciplinas o artes; hasta el siglo XVII las ciencias se han acomodado más o menos a esta división, siempre bajo el patrocinio de la madre Filosofía y hablando todas un lenguaje común, entremezclando sus conceptos: los médicos árabes más célebres fueron también sus más famosos filósofos. La Astrología se relacionaba directamente con los humores, en tanto que «alma» y «espíritu» eran conceptos que entraban en la Alquimia en compañía del ácido sulfúrico, los metales, la piedra filosofal y el elixir de la vida.

Hoy cada ciencia se encasilla en su campo y maneja conceptos y lenguaje propios, inaccesibles muchas veces a los científicos de otras ramas: las hormonas son patrimonio del médico (o de algunos médicos), el átomo es un concepto físico y la biología dicta las leyes de la herencia. Para un filósofo de los pueblos árabes hubiera sido incomprensible un especialista del siglo XX muy versado en la construcción de puentes y ajeno a la mecánica ondulatoria o las filosofías existencialistas.

Los árabes estudiaban las ciencias divididas en disciplinas o artes. Encontramos una de estas clasificaciones en un relato de Disciplina clericalis de Pedro Alfonso, traductor y maestro de la ciencia árabe en la España del siglo XII. «Las artes liberales son –dice el maestro, contestando al discípulo–: Dialéctica, Aritmética, Geometría, Música, Física, Astronomía, y en lo que se refiere a la séptima, hay muchas opiniones, porque los que no siguen las profecías dicen que la Nigromancia es la séptima (Pedro Alfonso no creía en la Nigromancia). Algunos... quieren que sea la Filosofía la ciencia que estudia las cosas naturales o elementos del mundo, y, finalmente, algunos que no prestan atención a la Filosofía afirman que es la Gramática.»

El concepto de Física y, en general, el de cada una de estas ciencias no responde al que tenemos hoy día. Para darnos una idea de los campos de cada ciencia damos la clasificación de Avicena, que copiamos de uno de los documentados libros de J. Sánchez Pérez. En esta clasificación las Matemáticas incluyen Aritmética, Geometría, Astronomía y Música, disciplinas del Cuadrivium y todas ellas se estudian con la Física dentro de la Filosofía: [7]

Superior (teológica)
Filosofía especulativa Media (Matemáticas) Puras Aritmética
Geometría
Astronomía
Música
Aplicadas Cálculo indio, sexagesimal y Álgebra
Medida de superficies, Mecánica, Construcciones de instrumentos e Hidráulica
Formación de tablas astronómicas y geográficas
Fabricación de instrumentos musicales, órganos, &c.
Infima (Físicas) Puras Física
Química
Historia natural
Astronomía física
Geografía, &c.
Aplicadas Medicina
Astrología
Mecánica
Fisiognomía
Interpretación de sueños
Talismanes
Encantos
Alquimia

La ciencia llamada Física incluía, pues, la Medicina, la interpretación de los sueños, la Alquimia, &c.; la fabricación de instrumentos musicales era una rama de las Matemáticas y matemáticos eran los constructores de obras técnicas, y los calculistas, que hacían las particiones de herencias.

Como han observado modernos historiadores de la ciencia, los árabes no son grandes genios de la generalización ni de la síntesis como los griegos, pero sí excelentes ordenadores y lógicos; a estas cualidades añaden un carácter positivo y un agudo espíritu crítico, característica esta última acentuada en los hispanoárabes.

Son, principalmente, los grandes recopiladores de las ciencias antiguas; no sólo continúan la ciencia alejandrina, sino también recogen las Matemáticas y la Astronomía de la Edad de Oro india; añaden la Aritmética egipcia, los conocimientos de los médicos persas e iranianos, y de los chinos aprenden a fabricar el papel, que había de ser un factor importante en la difusión de su cultura.

De los alejandrinos heredan la importancia que dan a la experimentación que realizan y ordenan con excelente método.

El Álgebra y la Trigonometría

Además de cultivar y pulir un idioma para la Filosofía y la Ciencia, crearon y perfeccionaron un lenguaje matemático que permitió el desarrollo del Álgebra y la Trigonometría; «enseñaron el empleo de las cifras, aunque no las inventaron; fueron los fundadores de la aritmética de la vida cotidiana: hicieron del Álgebra una ciencia exacta e iniciaron los fundamentos de la Geometría analítica. Son los creadores indiscutibles de la Trigonometría plana y esférica, que no existía entre los griegos y cuyos primeros indicios se encuentran en la ciencia india».

La palabra «álgebra» es de origen árabe y se deriva de al géber o el chéber (transposición de términos); el chéber y el mocábala (reducción de términos semejantes) son los métodos [8] empleados por los árabes para hallar el valor de una cantidad desconocida o raíz.

Los árabes eran fundamentalmente geómetras y no concebían el Álgebra separada de la Geometría. He aquí un curioso problema de El Joarizmí, uno de los más grandes algebristas del Islam: «Un cuadrado y diez raíces son iguales a 39 direms.» Sea A B C D este cuadrado, cuyo lado (raíz) desconocemos: supongamos construidos sobre los lados de este cuadrado cuatro paralelogramos iguales, cuyos lados son la raíz l y 10/4 = 2,5. En la figura vemos que los cuatro paralelogramos y el cuadrado forman una cruz cuya superficie valdrá cuatro veces 10/4 x l más el cuadrado, o sea diez veces l más el cuadrado (diez raíces más el cuadrado), es decir, 39 direms de acuerdo con el enunciado. Los cuadraditos formados sobre los brazos de la cruz, cuyo lado es, evidentemente, 2,5, valdrán 6,25 direms cada uno y la suma de los cuatro será, pues, 25 direms. El cuadrado grande formado por la cruz y los cuatro cuadraditos vale 39 + 25 = 64, y el lado de este cuadrado será 8. Sobre la figura se comprueba que, restando de 8 el doble de 2,5 obtenemos 3, que es el lado del cuadrado A B C D, o sea la raíz que buscamos.

La Trigonometría plana y esférica nació entre los árabes al servicio de la Astronomía; estos pueblos positivos hacían, a menudo, de sus ciencias humildes instrumentos de otras disciplinas. De los indios aprendieron las fórmulas del seno y el seno verso, primeras relaciones entre ángulos y segmentos aplicadas al cálculo de las observaciones astronómicas. De estas relaciones derivaron los teoremas y fórmulas que constituyen el armonioso edificio de la Trigonometría.

Astrónomos, tablas, astrolabios, astrólogos

La labor de los árabes en Astronomía es enorme en lo que se refiere a la acumulación y ordenación de observaciones y a la invención de aparatos para medir los cielos y seguir los movimientos de los astros. ¿Quién no ha oído hablar de astrolabios y safeas? En el Museo Arqueológico de Madrid se puede admirar uno de estos instrumentos, que eran, al mismo tiempo, aparatos de observación y máquinas calculadoras; sobre ellos dibujaban bellos jeroglíficos y graciosas figuras, y sin necesidad de hacer cálculos determinaban sobre el aparato posiciones, épocas, horas, después de realizada la observación.

Añadieron dos coordenadas para determinar la posición de los astros; perfeccionaron las fórmulas astronómicas, y tanto sus tablas como sus observaciones fueron las más completas y precisas, hasta que Kepler y los astrónomos del Renacimiento confeccionaron las suyas.

En las teorías sobre la organización del universo siguieron las de Tolomeo; pero sus grandes astrónomos no las aceptaron como dogma científico, sino por dictado del sentido común, más propio de pueblos prácticos y positivos que de mentes puramente científicas. Y también, en virtud del papel que [9] encomendaban a la Astronomía; como ciencia aplicada, esta disciplina tenía un papel primordial al servicio de los camelleros del desierto, los mercaderes del Mediterráneo y los fieles de países lejanos que deseaban conocer la orientación de la Meca. Además, en aquellos tiempos no se conocía el telescopio, y todos los astros, excepto el Sol y la Luna, eran simples puntitos brillantes, que se diferenciaban unos de otros únicamente en sus movimientos, ¿qué morada de genios o ifritas no hubieran imaginado los cuentistas árabes allá donde la fantasía del siglo XIX imaginó los canales de Marte?

Adoptaron, pues, las doctrinas de Tolomeo, más fáciles de manejar desde el punto de vista que las de Aristarco de Samos (al que también estudiaron), y dejaron al Sol de comparsa en su mundo de mercaderes, abogados y poetas. Sabemos que Tolomeo explicaba el movimiento de los astros alrededor de la Tierra, situándolos en esferas o cielos; en el sistema tolomaico cada esfera gira en movimientos más o menos complicados, que se explican con ayuda de «excéntricas» y «epiciclos» análogos a las diferentes ruedecitas de un mismo reloj. Los astrónomos del Andalus discutieron y modificaron las teorías del alejandrino, pero, al igual que este, no se sintieron inclinados a despojar a la madre Tierra de su papel de centro del universo. Sólo Azarquiel, el gran astrónomo toledano, coronó al astro rey haciéndole centro de un par de órbitas.

Hasta hace pocos siglos todos los pueblos cultivaron la Astrología y Nigromancia; los astros no sólo se mueven en el cielo, decían los astrólogos, sino que sus movimientos y posiciones determinan ciertas influencias en nuestro planeta y, en particular, en la salud y el destino de los hombres. Los árabes cultivaron y estudiaron la Astrología en sus escuelas, aunque muchos de sus astrónomos no tenían fe en tal ciencia.

En general, la Astrología tuvo siempre sus partidarios y detractores, pero era, probablemente, una ciencia apasionante. Sírvanos de ejemplo un cuento de la Edad Media de origen oriental en el que se refiere cómo un rey languidecía y se angustiaba porque su astrólogo, después de consultar el astrolabio, le había pronosticado una muerte pronta. Un soldado del rey, temiendo que su señor, «por excesiva tristeza, pudiese caer enfermo y morir», llamó al astrólogo a la presencia del rey para preguntarle si, del mismo modo que predecía el destino de los otros, podía averiguar el suyo propio. El astrólogo respondió que había consultado los astros sobre el caso, y agregó: «Estoy cierto de que en menos de veinte años no he de morir.» «Tus astros se equivocan –replicó el soldado–, pues vas a morir ahora mismo.» Y atravesó al astrólogo con su espada, librando al rey con tan contundente hecho de la creencia en los augurios celestes, «pues no hay que hacer caso –dice el autor del cuento– de aquellos que dicen que las luminarias del cielo son las que señalan la vida de los hombres». Muchos reyes tenían sus astrólogos como el del cuento; tal era el crédito de la Astrología, pero un simple hecho podía echar abajo la ciencia de los nigromantes.

La Alquimia, la piedra filosofal y el laboratorio moderno

La experimentación, como colaboradora de las ciencias, culmina entre los pueblos árabes en la Alquimia, ciencia basada en teorías desechadas hace mucho tiempo, pero preciosa en sus resultados prácticos.

Las sustancias, los cuerpos, se transforman unos en otros, como indica la experiencia. Unos cuerpos son más valiosos o más codiciados que otros, y entre ellos el oro ha sido siempre uno de los más preciados y deseados por los hombres. «¿No será posible –pensaban los alquimistas– obtenerlo de otros cuerpos?» El alquimista cree en la transmutación de los metales (hoy [10] también creemos, pero de otra manera), y el fin práctico más importante de su ciencia era buscar la piedra filosofal, la fórmula maravillosa que permitiera transformar otros metales en oro. Entre los cuentos del infante don Juan Manuel, ¿quién no conoce el del charlatán que engañó a un rey haciéndole creer que sabía «facer alquimia»?

Hasta el siglo XVII, época en que Boyle estableció la definición química de elemento, hubo alquimistas entre los hombres de ciencia, pero desde entonces no hay más que químicos. Muchos de los científicos de los pueblos árabes tenían poca o ninguna fe en la piedra filosofal, entre ellos Al-Razes, el más famoso de los alquimistas orientales. Tampoco creían en ella Avicena ni Alfonso el Sabio que cultivaron y desarrollaron los métodos de experimentación de la Alquimia.

La importancia de esta olvidada ciencia radica en que es el origen del laboratorio moderno, de sus procedimientos, sus retortas, alambiques y múltiples aparatos y de muchos de sus innumerables productos: los alquimistas árabes descubrieron los ácidos sulfúrico y nítrico, el agua regia, el amoníaco, alumbres, vitriolos y otras muchas sustancias, y desarrollaron métodos de experimentación, tales como la sublimación, destilación, fusión, filtración, &c.

Los alquimistas solían ser muy aficionados a teorizar y rodear sus experiencias de complicadas filosofías; a veces sus teorías eran secretos de sectas, tales como la oriental del siglo IX de los «Hermanos de la Pureza», de Bagdad, que dieron un gran impulso a la experimentación; sus obras, abundantes en confusionismos filosóficos, asustaron a los píos musulmanes, que las declararon herejes en oriente. Los hispanoárabes, más abiertos a la crítica y la discusión, las estudiaron y divulgaron en el Andalus años más tarde, y fueron ellos los que introdujeron en la Europa del XIII los métodos experimentales y las complejas teorías de los «Hermanos de la Pureza».

La Óptica, la Mecánica y las obras técnicas

La ciencia que hoy llamamos Física, fundada en bellos principios matemáticos, no nace hasta el siglo XVII. La que los pueblos árabes llamaban Física responde al concepto aristotélico e incluye las disciplinas que hemos citado en la clasificación de Avicena.

Algunas de las ramas de nuestra Física se estudiaron en la ciencia árabe casi exclusivamente como ciencias aplicadas. Sólo la Óptica alcanzó un desarrollo excepcional como ciencia y señala un gran adelanto sobre la óptica de Euclides. El más grande de los físicos orientales, Alhazen, estableció teoremas sobre espejos y lentes tal como hoy los conocemos, expuso teorías sobre la luz y desechó la curiosa creencia griega sobre la visión según la cual los rayos procedentes del ojo humano hacen visibles los objetos al chocar con ellos.

Aprendieron la hidráulica y la mecánica de los alejandrinos y perfeccionaron sus conocimientos técnicos; los árabes eran no sólo excelentes ingenieros, sino artistas excepcionales en la construcción de jardines, obras de irrigación, relojes de agua, &c. Sus obras técnicas daban a las bellas ciudades musulmanas un carácter que no tenían ninguna de las ciudades europeas de las mismas épocas.

Determinaron con bastante precisión numerosos pesos específicos, estudiaron las leyes de la balanza y tenían extensos conocimientos prácticos en calor, acústica, magnetismo y, en general, en las ramas aplicadas de la Física.

Médicos y barberos

La Medicina es, quizá, una de las ciencias más cultivadas entre los pueblos árabes; médicos fueron sus sabios más distinguidos, que gozaban de un gran prestigio e influencia en las cortes musulmanas.

Sus maestros fueron también los griegos y alejandrinos (Hipócrates, Dioscórides, Galeno), a cuya medicina [11] incorporaron los conocimiento de los curanderos persas e iranianos, enriqueciendo ciencia y práctica con abundante y bien ordenada experiencia.

Los hospitales árabes eran modelo, de organización y responsabilidad ante el enfermo. Dejaron escritos voluminosos tratados de Medicina divididos en distintas ramas (Patología, Anatomía, Higiene, &c.), agregando a la ciencia antigua su experiencia personal y sensatas observaciones sobre médicos y enfermedades. Al-Razes, el más famoso de los médicos orientales, advierte al profano sobre la importancia de un médico con conocimientos profundos en tratados como los que hablan de «por qué las gentes prefieren charlatanes y curanderos a médicos entendidos; por qué los médicos ignorantes, los aficionados y las mujeres tienen más éxito que los médicos doctos». Otro médico oriental aconseja al médico con agudo sentido de la psicología humana: «Consuela al paciente con la promesa de la curación, aunque tú mismo no confíes en ella, porque de este modo puedes ayudar a sus potencias naturales.» «No descuides la visita del pobre, porque no hay trabajo más noble que éste»; y añade un acertado consejo práctico: «Pide tu recompensa cuando la enfermedad esté en el período agudo, porque, una -vez curado, el paciente olvidará lo que hiciste por él.»

De todas las ramas de la Medicina, la que menos adelantó fue la Anatomía, porque la religión islámica no permitía la disección de cadáveres; aceptaron los conocimientos anatómicos de Galeno con todos sus errores, aunque aprendieron algunas cosas sobre los músculos de los vivos y los huesos de tal o cual esqueleto abandonado en un campo o un camino.

En cambio, la Patología y la Terapéutica, y, sobre todo, la Cirugía y la Higiene, se enriquecieron en experiencias y observaciones bien sistematizadas, aunque embarulladas a veces por un exceso de afición a teorizar. Operaban cataratas, hemorroides y otras afecciones; describieron por primera vez numerosas enfermedades, tales como la viruela y el sarampión, y establecieron normas para el diagnóstico basándose, como Galeno, en el pulso y la orina. Conocieron el contagio antes que otros pueblos que estudiaron desde un punto de vista racional.

Tanto en Cirugía como en Patología, la rama que más avanzó entre los pueblos árabes fue la Oftalmología, y sus tratados sobre esta ciencia son los mejores hasta la aparición de los médicos franceses en el Renacimiento; el ciego y el enfermo de ojos eran frecuentes en el norte de África.

A pesar de su desarrollo, la Cirugía se consideraba como arte menor, y los médicos no se rebajaban a ejercer un oficio que solía estar en manos de barberos. Los barberos eran también los que se encargaban de los baños públicos, verdaderos institutos de belleza e higiene, que tenían como clientes a reyes y magnates. En los cuentos orientales los vemos citados a menudo y es frecuente que el barbero alcance el favor del rey después de recibirlo en su baño y darle masaje, bañarlo y perfumarlo, dejando su cuerpo joven y ágil como el de un niño.

Las enciclopedias farmacológicas, los jardines botánicos y la Agricultura

El naturalista árabe es un incansable colector de especies; los más grandes botánicos de estos pueblos viajaron, recorriendo el Mediterráneo y los pueblos de Asia, y cultivaron en bellos jardines botánicos plantas de las tierras más diversas. Los reyes y magnates solían costear el sostenimiento de estos jardines, entre los cuales fueron famosos en la Península Ibérica los de Toledo y Cádiz.

De estas actividades nos dejaron escritos voluminosos tratados descriptivos de plantas y animales. En las más interesantes enciclopedias botánicas no sólo se describen, cuidadosamente la [12] morfología, cultivo y particularidades de la especie, sino que se ordenan y clasifican; en la ordenación suelen seguir a sus maestros griegos y alejandrinos, y en los tratados de los hispanoárabes más originales apunta una clasificación que los aproxima a la ciencia moderna. Los botánicos suelen señalar con especial cuidado las propiedades medicinales o nocivas de las plantas, de modo que estos tratados tienen un carácter marcadamente farmacológico.

También escribieron grandes tratados de agricultura y ganadería, en las que superaban a sus contemporáneos; en la Península Ibérica en particular, la Agricultura estaba mucho más adelantada en los reinos musulmanes que en los atrasados reinos cristianos y constituía uno de los factores más importantes en las diferencias de bienestar económico; en estos últimos reinos eran, a menudo, las gentes del sur las encargadas del cultivo de los campos.

Aún queda mucho que investigar sobre la ciencia árabe y, en particular, sobre la hispanoárabe, a pesar de la abundancia y diversidad de los descubrimientos realizados por los modernos arabistas.

Dada la importancia de la ciencia hispanomusulmana y la gran cantidad de material que sobre los árabes hay en España, es de esperar que surja ese investigador tan poco frecuente en nuestro país que es el historiador científico y, adentrándose en el desarrollo de esta ciencia, nos explique sus figuras y sus escuelas, dándoles vida, profundizando en la evolución de su pensamiento y haciendo destacar sus características y sus valores.

Los hispanoárabes

«Lejos de mí, ¡oh perla de China!,
me basta con el rubí de España.»
(Ben Hazam, siglo XI)

Los invasores

La rápida invasión del mundo Islámico se extendió hasta países tan alejados como la India, por Oriente, y la Península Ibérica, por Occidente. Los ejércitos del Islam pasaron el Estrecho en el año 711, cuando ya llevaban cien años empeñados en la guerra de Alá; pero aún llegaron con empuje suficiente para, con sólo un puñado de hombres, llegar hasta los Pirineos y dominar casi por entero un país que encontraron desorganizado y agotado.

La islamización fue tan fácil y rápida como la conquista. El Islam admite al nuevo prosélito con sólo pronunciar el «No hay más que un Dios y Mahoma es su profeta», y una vez entrado en la religión, le exige unas prácticas harto sencillas. Los esclavos se liberaban por la sola profesión de la fe islámica; los musulmanes estaban exentos de impuestos que los sometidos de otras religiones tenían que pagar y los hijos de musulmanes estaban obligados a conservar la religión so pena de la vida. Además, el precepto del Corán que aconseja el respeto a los vencidos, unido al carácter generoso de estos pueblos, facilitaba la convivencia y buena armonía en los sometidos. Los cristianos conservaban sus obispos; los judíos, sus rabinos, y en nuestra Península unos y otros tenían incluso su propia legislación.

Pocos fueron los invasores que pasaron el Estrecho. De los 7.000 de la primera invasión, los más eran bereberes, y sólo unos 300 árabes, coptos y sirios. Después de conquistar la Península buscaron mujeres o esclavas. Las blancas y sonrosadas cristianas, y en particular las de Galicia, se acomodaban mejor a su ideal de belleza que las africanas. Sabemos que el hijo de un caudillo musulmán se casó con una doncella de la familia de Witiza. Todos los musulmanes de la segunda generación eran, pues, hijos de españolas, y muchos de ellos, hispanos de pura cepa. De este modo, el Andalus, latino en más del 90 por 100, se incorpora a la ya rica variedad de pueblos del Islam, del que recogerá la civilización, comunicándole sus propias características. [13]

Aunque la religión que tuvo más adeptos entre las gentes del Andalus durante toda la dominación fue la musulmana, muchos de ellos conservaron la religión cristiana (los llamados mozárabes) y bastantes eran judíos.

Lo mismo que las religiones se mezclaron los idiomas. La mayoría de los hispanomusulmanes eran bilingües y muchos cristianos adoptaron nombres árabes, anteponiendo el Ben (hijo de) a su nombre familiar. A lo largo de la dominación el idioma está más determinado por la cultura que por la religión, de modo que los mozárabes cultos hablaban el árabe, en tanto que muchos musulmanes de las clases bajas se entendían en aljamía (romance castellano), y los de estas clases que hablaban el árabe utilizaban una jerga llena de giros castellanos que se hacía incomprensible para los musulmanes procedentes de los pueblos de Oriente. Además del castellano o el árabe, los cristianos utilizaban el latín en sus cultos.

Los emires Omeyas. El Andalus, discípulo de Oriente

Hasta mediados del siglo VIII el Andalus fue un emirato dependiente de Bagdad, y, por tanto, tenía contacto con sus soberanos, los brillantes califas orientales. En la Península, el poder político de los emires se había consolidado frente al de los reinos cristianos, peor organizados económicamente y sin más vitalidad que el naciente espíritu hispánico que, aunque no muy estrechamente, los unía a unos con otros. Esta supremacía del Sur frente al Norte estaba ya latente en la Península antes de la invasión.

¿Cuándo llegó a España el eco de la floreciente civilización oriental? Es de suponer que los peregrinos que visitaban la Meca y los mercaderes que traficaban con los productos de la rica Andalucía habían de contar las maravillas de las prósperas ciudades árabes.

Los primeros emires no echaban de menos las Ciencias ni la Filosofía. Cuando empezaron a llegar los primeros ecos, los faquíes, cuya ascendencia sobre magnates y pueblo era grande como sacerdotes del Islam, solían oponer la Religión a la Filosofía, incluso prohibiendo su estudio.

En el siglo VIII los califas Omeyas de Bagdad son destronados y perseguidos a muerte por los Abasíes, nuevos califas al estilo de los déspotas del antiguo Oriente. Un príncipe Omeya consigue escapar de la matanza y viene a refugiarse en el Andalus, a la sazón revuelto en luchas intestinas. El inteligente forastero se adueña de la situación y es proclamado emir independiente en el año 755, con el nombre de Abd el-Ramán I, y se hace señor de una nueva corte en la que se mezclan con los andalusíes algunos forasteros procedentes de la lejana Arabia.

Los refinamientos de los árabes introducidos en la corte de Córdoba son semillas exóticas en las tierras del Andalus. Uno de los acompañantes del emir forastero alude al soberano en el canto a una palmera plantada por el mismo Abd el-Ramán:

Oh, palma, tú, eres, como yo,
extranjera en Occidente,
alejada de tu patria.

Bajo el nuevo emir el orden se restablece en el Andalus, y en los años siguientes las ciudades se embellecen y prosperan. El brillo de Bagdad empieza a reflejarse en la corte de Córdoba, que se eleva sobre el resto de las ciudades peninsulares.

Pero, como dice nuestro arabista Asín, las gentes del Andalus no están todavía maduras para la Ciencia ni la Filosofía, «flor delicada de la civilización que no les era necesaria para la vida y les estorbaba para la conquista».

Su cultura se limita a estudios jurídicos y filológicos. Los matemáticos no tienen más conocimientos que los necesarios para la partición de herencias, y los astrónomos se limitan a determinar, con ayuda de los astros, la orientación de la Meca para que los [14] arquitectos construyan sus mezquitas y los fieles dirijan sus oraciones hacia el lugar sagrado.

En el Oriente, en tanto, madura la sabiduría. A principios del siglo IX la labor de traducción y recopilación está ya muy adelantada. Las obras de griegos y alejandrinos, enriquecidas con la ciencia india, circulan entre los letrados de Bagdad. Los matemáticos cuentan en el nuevo algoritmo decimal, los hospitales prosperan, y bajo el reinado del califa Almamún, jardines, obras técnicas y bibliotecas adornan la ciudad.

Las nuevas de tanta maravilla llegan a Córdoba, donde empiezan a germinar las semillas de la civilización oriental bajo el emirato de Abd el Ramán II (821-852), que sube al trono en los años en que Almamún, el Rey Sabio, reina en Bagdad. El Andalus vive entonces una época de paz y prosperidad.

El primer emisario en el Andalus de la Ciencia y la Filosofía árabes es el músico Zir Yab, que había sido expulsado de la corte de Harún al-Raschid por envidia de su maestro. Abd el-Ramán II le recibe en Córdoba con todos los honores y los cortesanos se sienten atraídos por aquel fino musulmán, procedente de la ciudad de la sabiduría y de la Ciencia. Nuestro arabista E. García Gómez nos cuenta cómo de él aprenden los cordobeses a peinarse con flequillo, comer espárragos y usar mantelerías de cuero y vajilla de cristal. Zir Yab trae también otras novedades. En su equipaje llegan las grandes obras maestras de los letrados de Bagdad, que se Incorporan a la biblioteca de palacio. El emir, imbuido de un nuevo espíritu, concede permiso a los filósofos para enseñar sus teorías.

Después de la muerte de Abd el-Ramán II, el Andalus vuelve a conocer épocas de inquietud y desorden, pero el emirato conserva la supremacía en la Península. La semilla de la civilización oriental continúa echando raíces y pronto ha de empezar a dar frutos. Córdoba imita a Bagdad, pero sus costumbres son más suaves, más europeas que las del Oriente. El color del luto, que en Oriente es negro, es blanco entre los musulmanes andalusíes. Las mujeres son más libres y están más consideradas entre los Omeyas cordobeses que entre los Abasíes de Bagdad.

Córdoba, la perla de Occidente

Los viajeros que regresan de la Meca traen libros y enseñanzas que se divulgan en el Andalus, y a principios del siglo x aparecen algunas escuelas interesantes.

Un musulmán cultivado e inteligente trae de Bagdad las doctrinas de una famosa escuela filosófica, y su hijo, el filósofo Abenmasarra, recoge del innovador una sabiduría extensa y madura. Abenmasarra, que ha sido estudiado por nuestro arabista Asín, es una de las figuras más interesantes de la naciente cultura del Andalus y uno de los filósofos que más influencia ejerció en los doctos de las épocas posteriores; es el fundador de una importante escuela donde se aprendía, principaImente, las doctrinas de Empédocles sobre el origen del universo y sus elementos.

Todas estas ideas no eran aún fruto digerible por el vulgo, y se enseñaban en privado parar no exponerlas al celo religioso de los faquíes. A pesar de todo, Abenmasarra llegó a hacerse sospechoso de herejía y tomó la prudente decisión de partir en peregrinación a la Meca para ahuyentar sospechas y, al mismo tiempo, alejarse de posibles amenazas.

Cuando el tolerante y letrado Abd el-Ramán III subió al trono, Abenmasarra volvió a Córdoba, donde continuó enseñando sus teorías filosóficas sólo a ciertas minorías, pero ya dentro de un ambiente nuevo, en el que los estudiosos contaban con la abierta protección del califa.

El Andalus alcanza un esplendor inusitado bajo Abd el-Ramán III (912-961). Córdoba se embellece, aumentan sus bibliotecas y la vida política y económica de la Península se desarrolla en [15] torno a la capital del Andalus; los reyes de Aragón y de Castilla y los condes gallegos y catalanes acuden a la corte de los califas a resolver sus rencillas y sus problemas políticos. Cuando un rey cristiano necesita un arquitecto, un médico, un sastre, envía a buscarlo a la corte musulmana; se cuenta que la reina Tota de Navarra llamó a un médico de Córdoba para curar a su hijo Sancho el Gordo de la obesidad, y que el médico, una vez esbeltecido el infante, sirvió de intermediario en un tratado entre la reina y el califa.

Tanto los forasteros de los vecinos reinos cristianos como las gentes de los países del otro lado de los Pirineos sienten cierto respetuoso asombro ante la Córdoba del siglo X, la ciudad de las setenta bibliotecas y los novecientos baños públicos. «Era la misma Bagdad de Las mil y una noches –nos dice E. García Gómez–; pero desprovista de todo lo oscuramente monstruoso que para nosotros tiene siempre el Oriente, occidentalizada por el aire sutil y campero de Sierra Morena.» «... a la sombra de espadas invencibles garrapatean los escribas, disertan los maestros apoyados en las columnas de la Aljama, los ricos pujan en las subastas de códices, versifican los poetas y los eruditos ordenan las primeras antologías».

Alhakem II (961-976), aunque no tan afortunado como su padre como gobernante, continúa su obra civilizadora y funda la Academia de Córdoba. La biblioteca de palacio llega a tener 400.000 volúmenes y el lujo de la instalación se describe en los relatos de la época: la adornan «ricos almohadones y alfombras, todos en verde color, símbolo de la nobleza; en ella trabajan todo el día numerosos copistas, que no cobran a destajo, sino un salario fijo para que la prisa no ocasione incorrecciones en la escritura». Entre los escribientes de palacio se cuentan Lubna y Fátima, secretarias del califa, muy versadas en gramática y poética.

Musulmanes, cristianos y judíos colaboran en las obras de traducción y recopilación. El médico judío Hasday Ben Saprut, primer ministro de Abd el-Ramán III y protector de letrados, traduce, en colaboración con el monje Nicolás, un códice de Dioscórides, rico presente que el emperador de Bizancio envió al califa de Córdoba.

Por aquellos tiempos visita España, y tal vez Córdoba, un interesante personaje de la Edad Media: el monje Gerberto, que luego había de ser Papa con el nombre de Silvestre II. En los años que pasó en la Península tuvo ocasión de aprender la ciencia árabe; durante su ministerio en la silla de San Pedro protegió las Ciencias y fue uno de los primeros magnates europeos de la Edad Media que se rodeó de una corte de letrados; Silvestre II es el primero que emplea en la Europa cristiana el algoritmo decimal, que aprenden los hispanoárabes y probablemente de ellos recoge también el pensamiento griego, haciéndolo revivir en Europa por primera vez desde los tiempos en que se separaron el mundo latino y el Imperio de Bizancio.

Volviendo a nuestra Península, encontramos, bajo el reinado de Alhakem II, la primera hornada de grandes médicos, matemáticos y astrónomos del Andalus. Los más destacados son Abulcasis, uno de los médicos del califa, y Maslama, de Madrid, astrónomo y matemático, fundador de una famosa escuela.

Abulcasis, el cirujano

Abulcasis, cuyo nombre completo es Abu-l-Quasim ibn Abbas al-Zaharawi, está considerado como el cirujano más grande de la medicina árabe. Ya hemos dicho que los médicos árabes solían despreciar la Cirugía, porque la consideraban oficio de barberos; pero Abulcasis la practica y estudia, siguiendo en sus métodos a Pablo de Egina. Entre las aportaciones del cirujano andalusí a la medicina tiene especial importancia un tratado sobre el empleo del cauterio, y su obra más divulgada es un [16] monumental tratado de Medicina en treinta libros, el Tasrif, que fue obra de consulta del famoso cirujano del siglo XIV Guy de Chauliac. Abulcasis descubrió, además, el parásito de la filaria y fue el primero que operó la litotomía en la mujer.

Nuestro cirujano murió en 1013; tuvo, pues, tiempo de conocer la enemistad de Almanzor hacia los filósofos, las quemas de libros y bibliotecas ordenadas por el ministro musulmán y, después de la muerte de éste, la caída del califato y la triste destrucción de Córdoba por los bereberes.

Contemporáneo de Abulcasis es el médico al-Qurtubí, autor de un interesante tratado sobre ginecología e higiene infantil, en el que recoge los conocimientos de Hipócrates, Galeno y Dioscórides y añade observaciones personales muy curiosas. En este libro el médico y el discípulo comentan ante el enfermo y exponen la pintoresca creencia, extendida entre los árabes, de que la gestación podía durar cuatro años.

La escuela de Maslama, de Madrid

El más importante de los científicos de la época es, quizá, Maslama, de Madrid, fundador de una escuela de Astronomía y Matemáticas en Córdoba, en la que se confeccionaron las primeras tablas astronómicas de la Península.

Maslama, cuyo nombre completo es Abu-l-Quasim Maslama ibn Ahmad al-Faradi al-Hasib el-Qurtubí al-Mairití nació en Madrid y fue llamado por algunos «el príncipe de los matemáticos andaluces». Esta calificación, aunque no es injusta, no se puede tomar como índice de su sabiduría, pues en aquella época fueron muy numerosos los que recibieron tales apodos de sus amigos y admiradores; contemporáneos de Maslama son, por ejemplo, «el Euclides andalusí», que fue un buen geómetra y un «príncipe de los príncipes» de la Matemática.

Maslama corrigió las tablas de al-Joarizmí y Albatenio: los dos astrónomos más célebres del oriente islámico, perfeccionando el mapa del cielo y reduciendo muchas observaciones al meridiano de Córdoba; con Maslama podemos decir que las observaciones astronómicas se empiezan a trasladar de Bagdad al Andalus; más tarde, el meridiano de Toledo será el Greenwich del mundo civilizado y al que han de referir el mapa celeste los astrónomos europeos de la Edad Media.

En sus observaciones astronómicas nuestro astrónomo introdujo métodos originales y completó las fórmulas matemáticas del geómetra oriental Tabit ibn Qurra. Comentó y tradujo a Tolomeo, incorporándolo a la astronomía hispanomusulmana con sus esferas excéntricas y epiciclos, armonizando los movimientos de los astros alrededor de nuestra madre Tierra.

Maslama escribió, además de las obras de Astronomía, libros sobre Medicina, Ciencias Naturales y Alquimia. Entonces ya se conocían en el Andalus las obras de Alquimia y Astrología de los «Hermanos de la Pureza»; un médico zaragozano, contemporáneo de Abenmasarra, las había traído de Oriente al regresar de un viaje, estableciéndose en Zaragoza. Maslama contribuyó a la difusión de estas obras y fue uno de los maestros de la Alquimia en el Andalus.

Entre sus discípulos más notables está Abu-l-Quasim Asbag, autor de unas famosas tablas y cuyos escritos sobre el astrolabio fueron incorporados por Alfonso el Sabio al Libro del saber astronómico; y también es discípulo del astrónomo madrileño Ben Házam, el inquieto filósofo y poeta cordobés, del que hablaremos más adelante.

Almanzor, enemigo de filósofos, y la desmembración del califato

Maslama murió en el año 1004 o el 1007, y, por tanto, aún conoció los agitados años del reinado del débil califa Hixem II y su valido Almanzor. Este caudillo musulmán, hombre de grandes energías, resucitó la «guerra santa» contra los cristianos y dio un giro [17] nuevo a la política y el ambiente del Andalus.

Para mantener la supremacía en el poder, Almanzor anuló la influencia de la culta aristocracia del Andalus y disolvió la milicia nacional. A fin de llevar a cabo sus campañas, hizo venir del norte de África un ejército de guerreros bereberes que empleó en las batallas contra los cristianos; durante veinticinco años los reinos del norte de la Península sufrieron el empuje de Almanzor, que, victoria tras victoria, llegó a anularlos totalmente, destruyéndolos, saqueándolos y sometiéndolos a las mayores humillaciones.

En la España musulmana se declaró enemigo de los filósofos, haciéndolos víctimas de su ambición y su celo islámico. Innumerables obras maestras desaparecieron de las bibliotecas bajo el enérgico príncipe.

En el año 1002 murió el temible musulmán para respiro y alivio de los asolados reinos cristianos, que aprovecharon la coyuntura para unirse animados por un vigoroso espíritu hispánico y dispuestos a iniciar la contraofensiva.

Después de la muerte de Almanzor, ¿qué sucede en el Andalus? ¿Qué queda de sus triunfos guerreros y de su gloria política? Como nos dice Menéndez Pidal, tanta gloria era inconsistente: «Almanzor... fue uno de tantos hombres geniales en el triunfo propio; atento sólo a asegurar su poder, incapaz de concebir una alta política previsora y un gobierno dominado por el celo y el recelo de la usurpación personal, aunque sea implantado por un hombre que tenga muy poco de la enorme energía de Almanzor, es absorbente, extirpador de colectividades y de individuos valiosos, y al desaparecer deja tras si la nada, una sima de ineducación e indiferencia pública.»

Después de su muerte se entabló una lucha entre dos bandos: uno, el de las tropas berberiscas traídas de África, y otro, el de los «eslavos» o gentes de origen europeo; ambos habían sido creados por Almanzor. El débil califa de Córdoba no tiene voz ni voto en las luchas políticas de estos años y su autoridad apenas traspasa las paredes de su palacio.

El partido andalusí o español, que incluye toda la nobleza musulmana, conserva aún su prestigio en las ciudades más importantes de la Península: Sevilla, Córdoba, Zaragoza y las ciudades levantinas; los eslavos y muladíes se unen al partido andalusí por un sentimiento común de repugnancia natural hacia los intrusos bereberes y logran imponerse en las ciudades del norte y levante del Andalus, en tanto que los africanos se adueñan de la parte sur; el califato se desmembra, nacen los reinos de Taifas; el poder político se disgrega y desaparece. Los cristianos aprovechan el río revuelto, rehacen sus destruidos reinos y se unen en la lucha contra los musulmanes; en el corto plazo de unos años se vuelven las tornas en la Península y los reinos moros se convierten en vasallos o tributarios de los cristianos; desde ahora serán los del norte los que dictaminen el porvenir político de los del sur.

Es la época del Cid, que dará nuevo impulso a la Reconquista, pero no con la furia y el espíritu destructivo de Almanzor, sino con la prudencia y buen sentido característicos del héroe.

Decadencia y esplendor de las cortes de Taifas

La Ciencia y la Filosofía han adquirido tal pujanza en el Andalus, que ni los veinticinco años de política intransigente de Almanzor ni los años de desmembración y desórdenes políticos que siguen a su muerte logran debilitar sus escuelas; aún han de sobrevivir a las invasiones de los almorávides y almohades y dar las figuras más salientes y las mentes más maduras de la cultura hispanoárabe.

En las épocas siguientes ya no será Córdoba sola el centro de la Filosofía y de la Ciencia: en Sevilla, Toledo, Zaragoza y más tarde en otras ciudades del [18] AndaIus nacerán escuelas y centros de estudio que rivalizarán con los de la antigua capital del califato.

Pero las nuevas cortes son débiles y viciosas: el AndaIus se ve alterado en frecuentes rivalidades y luchas políticas, perdido el espíritu de colectividad: en aquellos tiempos todo el Islam adolece de esta enfermedad de desunión. En la Península muchos musulmanes aceptan con más facilidad la convivencia con los cristianos, gentes de la misma cepa, que con los bárbaros africanos llamados por Almanzor. Ben Said, cadí de Toledo, cuenta cómo los sabios se refugian «en aquellos turbulentos días» en los reinos cristianos, y cuando los almorávides invaden la Península, Valencia y Zaragoza buscarán en el Cid protección contra los africanos.

La decadencia política contrasta con el adelanto material y el refinamiento de las ciudades andaluzas. Con Zaragoza, Toledo y Sevilla rivalizan Valencia, Murcia, Granada; los reyes de Taifas se rodean de letrados y sus bibliotecas cuentan cientos de miles de volúmenes de las obras más famosas. Los reyes Moctádir y Motamin, de Toledo, que hospedaron al Cid durante su destierro, se distinguieron como filósofos y matemáticos. Las hospederías se multiplican, el comercio con el Mediterráneo se mantiene en plena actividad y la artesanía alcanza un gran esplendor.

Toledo es uno de los más prósperos reinos de Taifas durante el reinado de Mamún, que fue amigo y protector de Alfonso VI en el destierro del rey leonés; por aquel entonces los caballeros y príncipes cristianos solían refugiarse en las cortes musulmanas cuando eran desterrados por sus señores. Este contacto de Alfonso con los toledanos fue muy beneficioso en años posteriores para la entrada en Castilla de la cultura árabe; el leonés, que marchó de Toledo prendado de la ciudad y sus bellezas, había tenido ocasión de vivir entre los letrados de las escuelas toledanas, apreciar su jardín botánico y sus bibliotecas, y cuando años más tarde conquistó Toledo, procuró incorporarla a Castilla con todo su carácter andalusí.

Durante el reinado de Mamún hay en Toledo una notable escuela de astrónomos y matemáticos; el director de esta escuela es el cadí Ben Said (1030-1070), protector del gran astrónomo Azarquiel y colaborador de éste en la confección de las famosas tablas toledanas. Ben Said era un docto y enciclopédico musulmán discípulo de un amigo del Cid. Es el primer historiador de la Ciencia en Europa y escribe la Historia con la viveza e interés característicos de los historiadores hispanoárabes: en uno de sus libros hace el estudio de las «siete naciones primitivas», comparando con agudo espíritu crítico las costumbres y culturas de los pueblos. Clasifica entre las gentes cultas a los hindúes, iranianos, caldeos, griegos, egipcios, árabes e israelitas, y entre los bárbaros incluye a los chinos y las hordas turcas, cuyos ejércitos comenzaban, a la sazón, a imponerse sobre los débiles califas orientales. Las gentes de la Europa occidental tienen poco sitio en esta historia de Ben Said; tanto el cadí de Toledo como su contemporáneo Ben Házam, el historiador, califican a los «eslavos» (europeos) de gentes más reacias a la cultura que un sudanés y con menos letras que un berberisco.

Junto a la historia de los pueblos de Ben Said destacan otras dos obras típicas de los hispanoárabes de esta época, en las que el espíritu crítico y analista alcanza, al decir de historiadores eminentes, una madurez que no tiene Europa hasta el siglo XVIII. Una de ellas es el diccionario de ideas, en siete tomos, de Ben Sida, el murciano, ilustrado con citas de autores clásicos. La otra obra es una completa y penetrante historia de las religiones escrita por Ben Házam, cordobés de la elegante sociedad Omeya y discípulo de Maslama, de Madrid. Ben Házam conoció los revueltos días de la desmembración, y se lamentaba de la rota unidad de los gobernantes musulmanes y de la pérdida del espíritu andalusí, criticando duramente [19] a los reyezuelos de su época. Agitada y compleja fue la vida de Ben Házam, entre estos reyes, y E. García Gómez nos lo describe como «poeta, político, desterrado, conspirador» y, finalmente, como un intelectual «agrio y discutidor que discurre sobre problemas políticos y sociales».

Los botánicos del Andalus

El desarrollo de las Ciencias Naturales, que se había iniciado con pujanza en la época de Maslama, de Madrid, continúa en el siglo XI. Bajo la protección del rey Mamún de Toledo, Ben Uafid, uno de los más célebres naturalistas árabes, plantó un jardín botánico en las riberas del Tajo, y en este jardín realizaba sus observaciones y experimentos. Ben Uafid dejó escrito uno de los más famosos tratados de plantas y medicamentos típicos de la ciencia recopiladora y experimental de los pueblos árabes. En este tratado describe gran número de especies, explicando su morfología, caracteres especiales y propiedades medicinales, además de su procedencia, cultivo, &c.

Los hispanoárabes de esta época introducen en estas enciclopedias una ordenación de las plantas, modificando, a su manera, las clasificaciones de Dioscórides y Galeno. Nuestro arabista Asín ha estudiado otro de los botánicos de esta época, al-Gasani, al que atribuye una clasificación taxonómica en géneros, especies y variedades, adelantada en cuatro siglos a los demás botánicos europeos.

Azarquiel, el astrónomo

El sabio más destacado de la escuela de Toledo de Ben Said, y uno de los más importantes de la ciencia hispanoárabe, es Azarquiel, cuyo nombre completo es Abuishac Ibraim Benyahaya el Nacax el Cortobí, y de cuyo apodo (Benazarquiel, Alzarcala, el Zarcalí...) encontramos en uno de los libros de J. Sánchez Pérez hasta catorce variantes.

Nació en Córdoba en el año 1029 y se estableció en Toledo como forjador de hierro; a su habilidad encomendaban los astrónomos de la escuela de Toledo la fabricación de instrumentos. El cadí Ben Said, dándose cuenta de las excepcionales dotes del joven cincelador, le facilitó las obras más importantes de la época, y Azarquiel las estudió con tanto provecho que acabó siendo maestro de los mismos que le enseñaron.

El talento de Azarquiel se manifestó en todas las ramas de la Astronomía y las Matemáticas: fue un ingenioso inventor y constructor de aparatos y, sobre su construcción y manejo, dejó escritos varios tratados. Casi todos ellos fueron traducidos al castellano o al latín en la corte de Alfonso el Sabio: el tratado sobre la safea, tipo de astrolabio inventado por Azarquiel; el de la lámina universal, que trata «de las diversas maneras de allanar la esfera», y otros libros de Astronomía y Matemáticas, fueron libros de consulta en la Europa Occidental en los siglos posteriores.

Bajo la dirección de Azarquiel, los astrónomos toledanos realizaron numerosas observaciones, cuya precisión ha asombrado a los astrónomos de todos los tiempos, y nuestro sabio las ordenó en unas excelentes tablas, completando las más importantes de sus antecesores (el Joarizmí, Tabit ibn Qurra y Maslama de Madrid). Estas Tablas Toledanas, modificadas por los colaboradores de Alfonso el Sabio, fueron las más empleadas en Europa hasta la aparición de las de Kepler.

Azarquiel tiene especial importancia porque tuvo una visión más audaz del sistema planetario que sus antecesores y fue el primero que hizo mover a los planetas menores alrededor del Sol; estudió la órbita elíptica de Mercurio, novedad extraordinaria en aquella época, y dio una teoría original sobre las estrellas fijas, que recogió Averroes en sus Comentarios a Aristóteles. Regiomontano aprovechó los conocimientos de Azarquiel en el siglo XV y Copérnico lo estudió, al mismo tiempo que a Albatenio, en el siglo XVI. [20]

Uno de los inventos que más asombraba a las gentes que visitaban Toledo era el de dos clepsidras (relojes de agua) construidas por nuestro astrónomo a las orillas del Tajo; estas clepsidras eran dos estanques que se llenaban coincidiendo con el plenilunio y se vaciaban con la luna nueva, de modo que los musulmanes de Toledo conocían por ellas el día del mes (los musulmanes se guiaban por meses lunares) y la hora. Los poetas las cantaron y algún ilustre visitante las calificó de «lo más maravilloso y sorprendente que hay en Toledo y que no tiene igual en el mundo habitado». En el año 1133, un rey de Castilla quiso conocer los secretos del artificio y un astrónomo judío se ofreció a desmontar una de las clepsidras y a mejorarla, pero fracasó en su intento y la clepsidra no volvió a funcionar. La otra desapareció más tarde, y de ella no queda rastro, como no ha quedado de otros muchos artificios construidos por los ingeniosos sabios árabes.

Después de la muerte de Mamún de Toledo, su débil sucesor Mutamin se enredó en una política vacilante, acosado por luchas entre partidos rivales, y Toledo conoció días revueltos y desgraciados. Azarquiel marchó a Sevilla, donde continuó sus observaciones y sus estudios bajo la protección del rey Motámid. Aún tuvo tiempo, antes de morir, de conocer la caída de este desgraciado rey poeta y la invasión de los bárbaros guerreros almorávides.

La invasión de los almorávides

La situación de los débiles reyes de Taifas no era, por aquellos tiempos, nada envidiable; se veían situados entre dos fuegos: de un lado la creciente pujanza de los reinos cristianos y, del otro, la proximidad de los almorávides africanos, cuyos ejércitos victoriosos se acercaban al Estrecho impulsados por la fe y la ambición.

Este dilema acentúa la desunión en la sociedad musulmana: los faquies reclaman la presencia de los nuevos reformadores en las cortes viciosas, pero los andalusíes sienten una repugnancia natural hacia los africanos y muchos de ellos prefieren pactar con los reinos cristianos del norte.

Motámid de Sevilla, el rey de vida novelesca y descabellada, se debate entre las exigencias de Alfonso VI de Castilla y la presión de ciertos sectores musulmanes que reclaman la ayuda de los almorávides. El Cid auxilió alguna vez a Motámid contra sus enemigos bereberes. Pero, finalmente, el rey sevillano, desoyendo los prudentes consejos de su hijo, alega que, en el trance de escoger, será «menos duro pastorear los camellos de los almorávides que no guardar puercos entre los cristianos», y manda llamar a los ejércitos de Yusuf. El caudillo africano, tras de hacerse rogar varios años por el rey sevillano, acude al llamamiento al mando de bárbaros guerreros y las tropas de Alfonso VI sufren una descomunal derrota en Sagrajas. Pero la alianza de Motámid con Yusuf se resquebraja casi inmediatamente; el almorávid, prendado por la belleza de las ciudades del Andalus, siente la ambición de dominarlas y no tarda en encontrar pretextos para destronar al sevillano y enviarlo, con toda su corte, a vivir «entre los camellos de Africa», donde el desgraciado Motámid acaba sus días cargado de cadenas.

Los africanos guerrean con éxito hasta que el Cid contiene su empuje, pero, después de la muerte de Rodrigo, los almorávides se rehacen y logran restablecer las fronteras con los reinos cristianos; a pesar del triunfo de los invasores, el Andalus no volverá a recuperar su perdida supremacía política.

La invasión señala en los reinos de Taifas un nuevo período de cambios y luchas; al fin el orden se restablece y la vieja civilización de las refinadas ciudades andaluzas se impone, cautivando a los bárbaros invasores; los nuevos gobernantes imitan a los destronados reyes, gozan de los adelantos materiales que aquéllos les dejaran, se rodean de médicos, astrónomos y matemáticos y [21] protegen a los letrados y conservan sus bibliotecas. El comercio se mantiene activo con los lejanos países orientales y de Bagdad llegan las obras de Avicena, Albiruni, Algacel y otros sabios de la antigua capital del califato.

Maestros y traductores en los reinos cristianos

En Oriente, los ejércitos turcos anulan a los débiles califas de Bagdad; en Occidente, los reinos musulmanes pierden poder y algunas de sus más prósperas ciudades pasan a manos de los cristianos, pero en tanto que se presiente la destrucción de la civilización oriental, los caballeros y vasallos de los reyes cristianos acogen a los letrados del Andalus y se disponen al aprendizaje de una nueva cultura que hace tiempo vienen admirando.

Al mismo tiempo se despierta en Europa una nueva inquietud filosófica y alborea un clima propicio al cultivo de las Ciencias y la Filosofía. El monje Gerberto (papa Silvestre II), a quien citamos como visitante de la Península en la época de Alhakem II, había sido uno de los iniciadores de este nuevo giro del pensamiento europeo.

No tan despreciativo por las letras europeas como Ben Házam y Ben Saib, y estimulados por las facilidades que encuentran entre los conquistadores cristianos, algunos sabios mozárabes y judíos se esfuerzan en transmitir la ciencia del Andalus a nuevos discípulos del Norte.

En las ciudades próximas a los reinos de Taifas se inicia la traducción y el aprendizaje y, paralelamente a esta transmisión de la ciencia árabe en España, se desarrolla una labor de traducción en Sicilia que, años más tarde, se intensificará bajo la protección de Federico II. Traductores y letrados viajan entre ambos países.

De esta época son Pedro Alfonso, el aragonés, y Savasorda, procedente de una corte de Taifas aragonesa o catalana.

Pedro Alfonso, literato, médico y astrónomo, nació en Huesca, en el año 1086 y se llamó, primero, Mosén Sefardí; era judío de origen y en 1106 se convirtió al cristianismo, tomando su segundo nombre de su padrino, Alfonso I de Aragón.

Fue un inquieto viajero y recorrió algunos países europeos; hacia el año 1110 fue médico de Enrique I de Inglaterra, y más tarde regresó a España, en una época en que las traducciones estaban en pleno auge, gracias a la protección del obispo Raimundo de Toledo. Se dice que colaboró con Adelardo de Bath en algunas de las traducciones que el inglés dirigió en la ciudad castellana.

Pedro Alfonso es uno de los primeros que escribe en latín la ciencia árabe; sus escritos, entre los que se cuentan los famosos cuentos de origen oriental Doctrina Clericalis, son marcadamente didácticos, y en ellos se esfuerza en abrir los ojos de los europeos a la vieja ciencia árabe. Aludiendo a los pobres libros latinos de Astronomía que se estudiaban en aquella época, recomienda a los deseosos de aprender no hagan como la cabra que entra en la viña para hartarse de pámpanos despreciando los sazonados frutos. Estos sazonados frutos son los que Pedro Alfonso vierte al latín recogidos de «las ciencias de árabes, persas, egipcios y griegos», según propia afirmación.

Traduce no sólo el idioma árabe, sino el espíritu de sus letrados cuando anima a los aficionados a la Astronomía, «que no es una ciencia tan difícil como algunos creen», diciendo que no contradice a la religión, como otros piensan; cuando explica las ciencias del cielo en forma matemática y se declara en favor de la ciencia experimental, insistiendo en la importancia de confirmar los nuevos conocimientos con las propias observaciones; él mismo realizó muchas y muy acertadas en Astronomía.

Dejó discípulos aprovechados en los países que visitó, entre ellos el astrónomo Walcher, que introdujo en Europa el astrolabio. [22]

Savasorda (1070-1136) era un astrónomo judío, residente o natural de Barcelona, cuyo verdadero nombre es Abraham ibn Hiyya; «Savasorda» es una modificación del título Sahib-al Surta o jefe de la guardia, cargo muy honorífico que ejerció en una corte musulmana, tal vez en Zaragoza, antes de vivir entre los cristianos; según J. M. Millás, que ha estudiado a nuestro personaje, Savasorda debió de quedarse a vivir en tierras cristianas, en vista del mal cariz que presentaba el horizonte político de los reinos musulmanes, y tal vez fijó su residencia en Barcelona, después de la conquista de Alfonso I de Aragón o Ramón Berenguer IV de Barcelona.

Su prestigio le valió probablemente una buena posición entre los nuevos dominadores, y dándose cuenta de su ignorancia y bajo nivel científico, decidió, como Pedro Alfonso, convertirse en su maestro. La mayoría de sus escritos están dirigidos a los nuevos discípulos; muchos de ellos son traducciones al hebreo, dedicadas a los judíos de Aragón, Cataluña y sur de Francia, donde, al decir de Savasorda, «no están instruidos en la medición de las tierras, ni son expertos en el modo de su partición», conocimientos que eran, por decirlo así, el abe de los matemáticos musulmanes. Savasorda emprendió con celo y sabiduría su obra de despertar inteligencias entre los nuevos afanosos de saber, y dejó escritas y traducidas numerosas obras de Astronomía, Matemáticas, Música, Filosofía y Religión.

La emigración hacia los reinos cristianos se acentúa en los años siguientes a la muerte de Savasorda. Los reinos del Andalus conocen una nueva invasión de fanáticos hijos del desierto, los almohades, que inician su dominación con un período de persecución religiosa. Los mozárabes son expulsados del Andalus en el año 1143; algunos emigran al norte de África, pero la mayoría se refugian en los reinos cristianos, llevando consigo un rico cargamento de ciencia y filosofía. La obra de traducción del árabe al latín se intensifica y culmina en la Escuela de Traductores de Toledo, pero antes de tratar de esta escuela volvamos a los reinos musulmanes.

Avenzoar y Avempace, médicos de los almohades

En el Andalus los desórdenes políticos no han logrado destruir el vigoroso ambiente científico y filosófico, que se afirma en su madurez. Los almohades sucumben también al encanto de las ciudades andaluzas y se dejan cautivar por su civilización. Entre las figuras más destacadas de estos tiempos sobresalen los médicos Avenzoar y Avempace, y el astrónomo Abentofail.

Avenzoar (Abd al Malik ben Abi-l-Alah Zuhr) pertenecía a una aristocrática familia de médicos sevillanos, algunos de los cuales habían sido famosos entre los musulmanes. Nació en Sevilla hacia el año 1090; conoció la invasión de los almohades, la expulsión de los mozárabes y fue médico de cámara y visir de uno de los reyes invasores; como otros muchos letrados andaluces, vivió en agitados ambientes políticos.

Avenzoar está considerado como uno de los médicos más eminentes del Islam; de acuerdo con el sentir de los médicos musulmanes, despreciaba la Cirugía, oficio de barberos. Fue un médico original, que acumuló en sus escritos una gran cantidad de experiencias personales: en ellos se revela una gran independencia de pensamiento. Su obra principal es un voluminoso tratado de Medicina general, el Teisir, que incluye libros de Terapéutica, Patología e Higiene, con la descripción de numerosas enfermedades y afecciones. Avenzoar fue no sólo uno de los médicos más estudiados en la Europa medieval, sino uno de los maestros de los médicos del Renacimiento, y el Teisir se editó múltiples veces en latín en siglos posteriores. Entre otras enfermedades, describe la sarna, cuyo parásito descubrió; también [23] realizó estudios anatómicos sobre huesos, corrigiendo a sus antecesores.

Contemporáneo de Avenzoar, y más joven que él, es el zaragozano Avempace (Abu Bácar. Muhamad ibn Yahya ibn al Saig, el hijo del orfebre) (1106-1138). Avempace no llegó a conocer la invasión almohade, pero sí el ambiente de conflicto entre la religión islámica y la Filosofía que él mismo padeció; perseguido por sus ideas, huyó a Fez, donde se dice que murió envenenado, cuando aún estaba en plena juventud. Era, además de médico, muy entendido en Matemáticas y Astronomía, y el arabista Asín nos cuenta de él una curiosa leyenda:

«Cuéntase que se le murió a Avempace un amigo a quien entrañablemente amaba, y quiso pasar la noche velando su sepulcro en compañía de otros amigos suyos. Como era muy versado en la ciencia astronómica, sabía con exactitud la hora precisa en que había de ocurrir aquella misma noche un eclipse de luna. Púsose, pues, en silencio a componer dos estrofas dirigidas a la Luna y en recuerdo de su amigo, empleando todo el tiempo que faltaba en pulirlas y ponerlas en música. Así que calculó que faltaba poco para el eclipse, rompió Avempace el silencio de la noche con aquella su voz conmovedora, entonando los siguientes versos con una música apasionada y triste:

Tu hermano gemelo
descansa en la tumba.
¿Y te atreves estando ya muerto
a salir luminosa y brillante
por los cielos azules, ¡oh luna!?
¿Por qué no te eclipsas? ¿Por qué no te ocultas,
y tu eclipse será como el luto
que diga a las gentes
el dolor que su muerte te causa,
tu tristeza, tu pena profunda?

Y en aquel mismo instante se eclipsó el astro de la noche.» Poeta y astrónomo, músico, médico y filósofo, Avempace era un fino andalusí.

En Medicina, Avempace sigue al oriental Al-Razes; y, a su vez, influyó en Averroes y Alpetragio, discípulos de su discípulo Abentofail. Sus libros fueron obras de consultas de San Alberto Magno.

Los que «hacen vacilar la doctrina de los cielos»

Los astrónomos hispanoárabes de esta época no siguen incondicionalmente a Tolomeo, como sus antecesores; encuentran defectuosas las teorías del alejandrino y buscan explicaciones «más naturales» sobre la organización del universo.

Uno de estos astrónomos es el discípulo de Avempace, Abentofail, a quien Averroes y Alpetragio veneraron como maestro y amigo. Abentofail es, como todos ellos, un sabio enciclopédico, filósofo, astrónomo y médico. También se le ha conocido por Abubácer, y su nombre completo es Mohamed Benabdelmelic ben Mohamed ben Tofail (poco más o menos). Nació en Guadix entre los años 1100 y 1110, vivió en Córdoba y Sevilla, centros intelectuales de la época, y fue cadí con los almohades, que le colmaron de honores; pero Abentofail siguió el ejemplo de otros muchos en aquellos días de emigración y marchó al norte de Africa, donde fue médico del rey de Fez hasta 1185, año de su muerte y fecha en que fue sustituido en el cargo por su amigo Averroes.

De sus actividades como filósofo, matemático y médico han quedado muy pocas obras y, desgraciadamente, ninguna como astrónomo; sólo sabemos por sus discípulos que tenía teorías originales sobre el movimiento de los astros: «Has de saber, dice Alpetragio, que el ilustre cadí Abentofail nos dice que ha encontrado un sistema astronómico y unos principios científicos para demostrar los movimientos de los astros distintos de los principios propuestos por Tolomeo, sin admitir excéntricas ni epiciclos; con este sistema todo se ve confirmado y nada resulta falso.» [24]

No sabemos cuáles son estas ideas originales de Abentofail que admira Alpetragio, pero conocemos las de sus discípulos, que tal vez se relacionen empleando principios análogos.

Alpetragio, o Abu Ishac al-Bitruyí o el Petruchí, nació en Córdoba y se educó en Sevilla, donde tuvo ocasión de conocer a Abentofail y recoger sus enseñanzas. Trató de corregir la discordancia entre las hipótesis de Tolomeo y la teoría del movimiento de Aristóteles, explicando los movimientos siderales a partir de un movimiento en espiral alrededor de la Tierra; sus teorías le valieron el apelativo de «ha maris» («el que hace vacilar» la doctrina de los cielos); desde el punto de vista de la ciencia de hoy no tienen interés; los astrónomos se trasladaron hace mucho tiempo al Sol para explicar los movimientos de los planetas y se alejaron mucho más todavía distribuyendo estrellas y nebulosas, sin respetar la Física de Aristóteles. Pero tanto Alpetragio como Abentofail y algunos de sus contemporáneos contribuyeron a derrocar las teorías de Tolomeo y se colocaron en una acertada posición crítica de investigadores no doctrinarios; este espíritu crítico y analista no se desarrolla en Europa hasta varios siglos más tarde, aunque otros árabes y algunos sabios escolásticos, como Santo Tomás, se limitaron a admitir las teorías de Tolomeo como hipótesis y no como doctrinales.

Averroes

Discípulo de Abentofail es también Averroes (1126-1198), médico y filósofo, y personaje de la máxima importancia en el pensamiento árabe occidental. Es conocido por su influencia en los escolásticos y filósofos de épocas posteriores, entre los que fue discutido, estudiado y, muchas veces, falseado.

Nació Averroes en el Andalus en una época de controversias dogmáticas y filosóficas, en una familia de abogados cordobeses, y tanto él como su padre y abuelo fueron cadíes de Córdoba.

Sustituyó a Alpetragio en la corte del sultán de Marruecos, que le distinguió mucho, pero aunque era un musulmán de fe ardiente, sus ideas sobre la filosofía y la religión dieron pie a sus enemigos para enemistarle con el sultán, el cual le desterró de la corte. Durante unos años Averroes vivió en Lucena (Córdoba), pero finalmente recobró el favor del soberano y volvió a Marruecos.

Como filósofo constituye un eslabón fundamental entre la filosofía griega y la Escolástica; recogió las teorías de Avicena, Abenmasarra y Avicebrón de Málaga, y ha pasado a la historia como el introductor de Aristóteles en la Europa del siglo XIII. No vamos a hablar aquí de su filosofía, de sus discusiones sobre el libre albedrío y la predestinación, sus ideas sobre la conciliación de la razón con la fe, ni a citar las opiniones filosóficas que erróneamente se le atribuyeron.

Como médico, fue discípulo de Avenzoar y Abentofail, y dejó escritas unas dieciséis obras de Medicina, que constituyen un compendio muy completo de los conocimientos árabes en Anatomía, Fisiología, Patología, Diagnosis y Materia médica. La más famosa de todas es el Colliget, compendio de medicina general, que en los siglos posteriores fue traducida y publicada numerosas veces con el Teisir, de Avenzoar. Averroes estudia a menudo las opiniones de este último y las del médico oriental al-Razes, comparándolas con las de Galeno e Hipócrates, y se extiende en largas digresiones filosóficas.

En Astronomía es también uno de los que discuten las doctrinas de Tolomeo, señalando los errores del astrónomo alejandrino, y estudia las teorías de Azarquiel, el Toledano.

Chéber ben Aflah, el matemático

Otro astrónomo de esta escuela, y uno de los matemáticos más famosos hispanoárabes, es Chéber ben Aflah.

En la Edad Media se la confundió con el legendario alquimista árabe del [25] siglo VIII Geber el Sufí, que alcanzó una fama extraordinaria y se le creyó autor no sólo de sus obras, sino de las de Chéber y las del médico alquimista al-Razes.

Poco se sabe de la vida del Chéber español o «Geber latino», pero se cree que nació en Sevilla a mediados del siglo XII. Fue matemático y astrónomo, y, lo mismo que sus contemporáneos, discutió las teorías de Tolomeo; según Chéber, las «esferas» de Venus y Mercurio son más próximas a la Tierra que la del Sol. Hizo importantes medidas astronómicas, y se cree que inventó un nuevo aparato de observación.

El interés de Chéber ben Aflah está en su labor como matemático y, en particular, en sus aportaciones a la Trigonometría esférica; analizó la obra de los matemáticos anteriores, que conocía a fondo; demostró varias fórmulas de manera original, e introdujo nuevos teoremas, uno de los cuales se conoce todavía con el nombre de teorema de Chéber. Dejó escritas interesantes obras sobre triángulos esféricos, alguna de las cuales se conserva en la Biblioteca Nacional de París.

Los traductores de Toledo

En el mundo cristiano se discuten nuevas filosofías y revive el interés por el pensamiento griego; aparecen las primeras universidades o studium en París, Montpellier, &c., pero la mayoría de los primeros estudios científicos se basan en pobres traducciones latinas de la ciencia griega, y en cierta tradición astronómica y matemática a la que alude Pedro Alfonso cuando nos habla de la ignorante cabra que se contenta con los pámpanos de la viña.

Sólo en la Península Ibérica y en Sicilia se aprende una ciencia más madura y adelantada, la rica ciencia de los pueblos islámicos o Artes Arabum, que incluye las excelentes traducciones árabes de la ciencia griega y alejandrina.

En los reinos cristianos de España y Sicilia grupos de letrados se entregan a una activa labor de traducción, para dar a conocer en latín las Ciencias y la Filosofía recopiladas en las obras de los pueblos árabes. El centro científico más importante de Europa en el siglo XII es Toledo, donde el obispo Raimundo funda una famosa escuela de traductores, que atrae a España a las figuras más salientes de la Europa Occidental.

La ciudad de Toledo, que Alfonso VI conquista en el año 1085, conserva aún su jardín botánico, sus bibliotecas y la Casa de la Sabiduría, fundada en los años del rey Mamún; el mismo Alfonso había vivido en la ciudad durante su destierro y conservaba el recuerdo de sus bellezas; cuando conquistó la ciudad acogió con benevolencia a los nuevos súbditos musulmanes (él mismo se complacía en llamarse «emperador de las dos religiones») y ya durante su reinado se realizaron algunas traducciones al latín de las obras árabes.

En el año 1130, cuando Avenzoar, Avempace y Abentofail eran los sabios más famosos de Córdoba, y cuando Averroes era todavía un niño, el obispo Raimundo fundó la Escuela de Traductores, encomendando su dirección al archidiácono Domingo Gundisalvo, filósofo mozárabe sevillano, y a Juan de Sevilla, matemático y traductor de los más fecundos de esta época. Marcos, canónigo de Toledo; Adelardo de Bath, el astrónomo inglés Gerardo de Cremona y otros muchos españoles y extranjeros acuden a Toledo en aquellos años y traducen una enorme cantidad de obras de Aritmética, Medicina, Astronomía, Astrología y Filosofía.

Entre los forasteros que traducen en esta escuela, uno de los más importantes es Adelardo de Bath, que había adquirido sus primeros conocimientos en ciencia árabe en un viaje a Palestina, acompañando a los caballeros cruzados; allí pudo comprobar la superioridad de la ciencia musulmana sobre la de los médicos normandos que acompañaban a los caballeros. Se cuenta que, por esta época (hacia 1140), un califa árabe recibió un escandalizado informe de su [26] médico, en el que comunicaba la muerte de dos heridos a consecuencia de la bárbara intervención de un médico franco.

Adelardo de Bath vino a España en busca de obras de Matemáticas y Astronomía, y, quizá en colaboración con Pedro Alfonso, tradujo las obras del Joarizmí y Maslama de Madrid; su evolución hacia el pensamiento científico árabe se manifiesta en el cambio del sistema abacista de numeración que entonces se usaba en Europa por el eIegante algoritmo árabe, que es hoy nuestro sistema decimal. Adelardo de Bath estuvo también en Sicilia, donde recibió la protección de Federico II, rey a la sazón de una corte de traductores y letrados.

De Inglaterra vienen también a la Escuela de Toledo Roberto el Inglés, que traduce el álgebra del Joarizmí, y los traductores Daniel Morley y Miguel Escoto, al que Dante llama «el alquimista brujo que sabe del juego de los mágicos engaños»; este último traduce a Aristóteles, Averroes, Alpetragio y recibe también más tarde la protección de Federico II de Sicilia.

La Escuela de Toledo es, principalmente, centro de Matemáticas y Astronomía; Adelardo de Bath y el matemático Juan de Sevilla emplean y divulgan el algoritmo en Europa, en contra de los científicos más reacios, que continúan apegados al viejo sistema de contar por ábacos; ambos traductores sobresalen como matemáticos en la Europa del XIII. También es algoritmista el más famoso de los matemáticos de la época: Leonardo de Pisa (Fibonaci), que aprendió el álgebra en las obras de los grandes maestros árabes; este matemático fue uno de los protegidos de Federico II de Sicilia, de quien se cuenta que gustaba de discutir con Leonardo y se entretenía proponiendo problemas a los físicos y matemáticos italianos y españoles.

Quizá el más fecundo de los traductores extranjeros de la Escuela de Toledo es Gerardo de Cremona, el italiano que acudió a la ciudad en el año 1135, cuando apenas tenía veinte años, en busca del Almagesto de Tolomeo. En los años que permaneció en la Escuela de Traductores tradujo, en colaboración con Juan de Sevilla y Marcos el canónigo, más de ochenta obras de Astronomía, Matemáticas, Medicina y otras ciencias.

La Escuela de Toledo se beneficia de la expulsión de los mozárabes, decretada por los almohades en 1143; en aquellos años los cristianos y judíos del Andalus buscan refugio en los reinos cristianos, y muchos de ellos colaboran en la obra de traducción y divulgación de la ciencia árabe.

Los últimos sabios de los reinos musulmanes

Parte de los emigrados se refugian en las cortes del norte de Africa, principalmente en la de El Cairo, donde Saladino el Grande se rodea de médicos y filósofos, siguiendo el ejemplo de Federico II y el obispo Raimundo.

Maimónides (1135-1204), uno de los más famosos médicos, es uno de los que se acogen a esta protección. Nació en Córdoba y se educó en las escuelas del Andalus en años de la invasión almohade. En el período de emigración que siguió a la persecución de cristianos y judíos, Maimónides marchó a la corte de Saladino y alcanzó la protección del sultán, que le distinguió mucho; allí enseñó Medicina, Teología y Filosofía. Cuando el sultán enfermó de melancolía, Maimónides le recetó oír música y beber vino, prácticas ambas prohibidas en la religión musulmana (y que los árabes españoles practicaron con bastante despreocupación); este hecho demuestra hasta qué punto llegaba la influencia y el prestigio de Maimónides.

En Filosofía y Medicina, siguió a Averroes y dejó escritos tratados sobre higiene, asma, hemorroides, venenos y antídotos, y un compendio de Medicina, Aforismos, que fue muy divulgado en Europa en épocas posteriores. [27]

Maimónides marca, con Avenzoar y Alpetragio, el apogeo de la medicina hispanoárabe; esta ciencia se cultivará todavía, con acierto, en el último rincón musulmán de la Península: el reino de Granada.

La Agricultura y la Botánica continúan prosperando en el Andalus; contemporáneo de Maimónides es Ben al Baitar, de Málaga, naturalista viajero y formidable coleccionista, que recorrió todas las costas del Mediterráneo entre Siria y España y recogió multitud de plantas. Murió en Damasco en 1248. Escribió una de las enciclopedias más completas de farmacopeas y botánica árabes, en la que describe y ordena más de 1.400 plantas y da a conocer más de 200 especies nuevas; esta obra se hizo muy famosa y se publicó multitud de veces.

Otro botánico enciclopedista es el Isbilí (el Sevillano), contemporáneo de Alfonso el Sabio, que compendió en una extensa obra de Agricultura todos los conocimientos árabes, gentes muy adelantadas en el cuidado de campos y ganados.

Entre los matemáticos de esta época sobresalen Ben Albana y Alkasadi; el primero armonizó el cálculo de ábacos con el decimal y dio normas para la extracción de la raíz cuadrada, que coinciden con las actuales. Alkasadi dejó escrita una magnífica obra de Aritmética y Álgebra, en la que emplea cálculos aproximados para hallar raíces.

Alfonso el Sabio y los arabistas europeos

Alfonso el Sabio (1252-1284) representa el momento culminante de la occidentalización de la ciencia árabe.

El reino de Castilla incluía desde las conquistas de Fernando el Santo las bellas ciudades de Córdoba y Sevilla, que guardaban la solera de la culta Andalucía, y con la ayuda de Jaime el Conquistador incorpora a Castilla otra de las más brillantes ciudades de Taifas: Murcia.

Alfonso el Sabio es el máximo apóstol de la ciencia árabe en Europa y, durante su reinado, España es el centro científico más importante de Europa. Bajo la protección del rey se escriben y traducen libros sobre todas las ramas de la Ciencia; las traducciones del árabe al latín realizadas durante su reinado se han calificado como las más fieles y perfectas de aquellos siglos. Y no sólo se escribe en latín, sino también en lengua castellana; por primera vez una lengua romance se expresa en términos científicos.

Las Tablas Alfonsíes, confeccionadas por los astrónomos del rey, recopilan y amplían las de Azarquiel y son las más utilizadas en Europa hasta que Kepler hace las suyas. El astrónomo toledano recibe justa preferencia y el maestro Fernando de Toledo se encarga de traducir al castellano las obras de Azarquiel, entre ellas La manera de componer e facer la asafea, los libros del «orizón universal» y de la «lámina universal», referentes a aparatos construidos o inventados por Azarquiel.

Toda la ciencia de Alfonso el Sabio está libre de los sofismas y confusionismos filosóficos que invaden otros sectores europeos en aquella época. En el Libro del saber astronómico, escrito bajo la dirección del rey, se recopila toda la astronomía árabe; el mismo soberano escribió o dirigió muchas obras fundamentales, distinguiéndose como astrónomo, poeta e historiador; protegió la Alquimia y escribió sobre esta ciencia, aunque estimaba que su propósito era inasequible; otra de sus obras es un Lapidario, donde se compendian todos los conocimientos sobre piedras preciosas. A la Grande e general estoria incorpora la obra del cordobés Ben Haiyán, contemporáneo de Ben Házam, tratando de repetir el vivo estilo de los historiadores hispanoárabes. Desde que Ben Házam y Ben Saib, los cultos y maduros musulmanes, despreciaron las letras de los europeos, los tiempos han cambiado considerablemente.

Todo este renacimiento coincide con [28] el floreciente despertar de la escolástica en Europa. Las ciencias del Islam tienen discípulos aprovechados en Rogerio Bacon, el propulsor de la ciencia experimental; San Alberto Magno, uno de los naturalistas y alquimistas más célebres de Occidente, y los nuevos astrónomos europeos.

Uno de los arabistas más importantes de la época es Raimundo Lulio (1235-1315); nació en Palma de Mallorca y predicó el cristianismo en tierra de infieles, donde aprendió el árabe, idioma en que escribió algunas de sus obras.

Raimundo Lulio, que admiraba la civilización árabe, representa un nuevo punto de vista en el contacto del cristianismo con los pueblos del Islam; el ideal de las cruzadas, la guerra contra los infieles, se sustituye en Raimundo Lulio por el deseo de ponerse en contacto con ellos en la predicación y la aproximación espiritual, por el deseo, como dice un historiador inglés, de comunicar la fe en el terreno intelectual de la razón.

Escribió una enorme cantidad de obras de Filosofía, Física, Matemáticas, Astronomía, Alquimia y Medicina que le valieron un prestigio extraordinario y un gran número de seguidores; todas aquellas ciencias las recogió de fuentes árabes y probablemente estimularon sus deseos de incorporar a aquellas doctas gentes a la religión de Cristo. Bajo la protección de Jaime el Conquistador y el Papa lisboeta Juan XXI fundó un colegio de estudios árabes en su tierra natal, destinado, principalmente, a preparar misioneros para cristianizar los pueblos islámicos; el mismo Raimundo murió en el empeño, predicando a los infieles en el norte de Africa.

Contemporáneo de Raimundo Lulio y Alfonso el Sabio es el catalán Arnaldo de Villanova (1234-1311), primer médico importante de los reinos cristianos y uno de los traductores e introductores de la medicina árabe en Europa; traduce a Abulcasis, el cirujano; Avenzoar, el médico sevillano, y al oriental al-Kindi, y es una de las figuras principales de los primeros tiempos de la conocida escuela francocatalana de Medicina, que ha de adquirir gran importancia en el siglo XIV.

Arnaldo de Villanova ataca el abuso de la filosofía y la confusión sofística que invaden las ciencias de la época; pero, al mismo tiempo, se deja influir por la superstición característica de los médicos de su tiempo.

Granada, último rincón de la medicina árabe

Entre tanto, en el reducido reino de Granada los musulmanes, españoles conservan aún cierta supremacía en Medicina y Ciencias Naturales.

En el siglo XIV ciudad de Almería fue asolada por una terrible plaga; por entonces se suponía que la peste era un castigo divino, no sólo entre los pueblos musulmanes, sino en toda Europa, y esta creencia duró hasta bien entrado el Renacimiento. Los médicos de Granada observaron y estudiaron la propagación de esta terrible enfermedad, y oponiéndose a la extendida creencia descubrieron y analizaron el contagio, casi totalmente desconocido entre los griegos, y lo explicaron sabiamente en sus tratados de Medicina, adelantándose a los médicos europeos del siglo XVI.

Ben al Jatib de Granada, en un escrito sobre la plaga, dice que «la experiencia nace de los sentidos y del estudio», medios que emplea para deducir que la enfermedad se propaga de unas personas a otras por el contacto de vestidos, vasijas, &c., y que entra en las ciudades por los barcos que llegan a los puertos procedentes de lugares infectados. Ben Játima, médico de esta misma época, escribió un tratado sobre el contagio, explicando cómo el contacto continuo de una persona sana con un enfermo puede ocasionar en aquélla una enfermedad con idénticos síntomas a la del último.

Estos médicos eran expertos operadores de cataratas y otras afecciones, [29] fabricaban gafas, manejaban el cauterio y la anestesia. Su ciencia es el último brillante destello de la civilización del Islam.

En el siglo XIV la ciencia árabe entra en franca decadencia. Los califas de Bagdad han desaparecido absorbido por los turcos y aniquilados por los temibles guerreros de Gengis Kan; los mamelucos han anulado las civilizadas cortes africanas y los reyes de Granada, refugiados en los altos valles de la cordillera Penibética, son los únicos musulmanes que aún conservan vestigios del pasado esplendor. Con la expulsión de Boabdil, los musulmanes pierden el último núcleo de su brillante civilización.

Los europeos del siglo XIII recogen la herencia del Islam a través de España y Sicilia, y la Astronomía, la Física, la Alquimia adelantan aún algunos pasos siguiendo la línea marcada por los árabes; pero en el siglo XIV, al mismo tiempo que desaparece la ciencia en los últimos pueblos del Islam, decae en Europa, sofocada por confusionismos filosóficos y discusiones complicadas y superficiales.

La Alquimia y la Medicina degeneran en un exceso de sistematización; Paracelso reformará ambas en el Renacimiento; pero no habrá nueva ciencia hasta la época de Lavoisier, «padre de la química», que se beneficiará del laboratorio creado por los alquimistas árabes. La Física y la Astronomía se estacionarán hasta los años de Copérnico, Kepler y Galileo.

La cirugía y la medicina de las escuelas francesas de Montpellier y el norte de Italia recogerán la medicina de los médicos musulmanes; Guy de Chauliac, el famoso cirujano francés, consultará las obras de Avicena, Abulcasis, el cirujano cordobés, y Averroes.

Después del impulso que reciben las ciencias naturales en Alberto Magno y Bacon, degeneran también en los siglos posteriores, y la sistematización naturalista que apunta en los tratados hispanoárabes no se desarrolla en Europa hasta los siglos XVII y XVIII, épocas brillantes de los nuevos sistemas científicos de Linneo y Buffon.

En España, como en toda Europa occidental, la Ciencia se estaciona y decae después del espléndido apogeo del XIII, época en que fue maestra de Europa a través de sus escuelas de Astronomía, Matemáticas, Medicina y Botánica. Las más brillantes escuelas y los mejores científicos de los siglos X al XIII fueron, en su mayoría, hispanoárabes, y aún esperan el soplo del historiador de la Ciencia que los haga revivir en algo más que relaciones de nombres, fechas y títulos, profundizando en las características de sus doctrinas científicas y rodeándolos del espíritu y el ambiente de las épocas en que vivieron.

Introducción • La ciencia «árabe» • La ciencia árabe y nuestra ciencia • Los hispanoárabes


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