lunes, 2 de julio de 2007

BOREAL


Soy yonqui.
Si molesto a alguien, que se joda.
No está de más...
No.
Nunca se sabe hasta qué punto la ignorancia hace del conformista un lerdo.
Mi nombre oculta mi verdadera identidad.

Yo soy dos más dos = cuatro, en el sistema métrico decimal, en el orden de los números naturales

Ya tengo bastantes problemas por ser como soy para encima andar haciéndome una publicidad dañina. Me tienen internado, no sé por cuánto tiempo, en un hospital de mierda.
Del mundo de afuera sólo sé lo que veo por televisión y lo que leo en los periódicos.

Algo hay que hacer.

Una noticia me pone alerta:
CIERRES EN MALASAÑA.
Madrid. En aplicación de lo dispuesto en la denominada Ley Corcuera, fuerzas policiales han procedido a precintar hasta nueva orden La Boreal, cafetería sita en el castizo barrio de Malasaña. Con este cierre, los establecimientos sancionados en el citado barrio por supuesta permisividad en el consumo y tráfico de estupefacientes ya suman el número de ocho.


Cuando se cumple un mes de la entrada en vigor de la denominada Ley Corcuera, el número total de establecimientos públicos sancionados en Madrid es de ochenta.

El nuevo orden de la Restauración Pesoesocialista ha caído justo en el sitio en el que yo acostumbraba a cenar todos los días. Podría contar muchas cosas vistas y vividas por mí en La Boreal, pero, como sea que la olla se me dispara en esta obligada postración en cama, quiero divertirme con el malintencionado juego de recrear ese ambiente cotidiano desde un punto de vista especialmente contrario al mío.

Quizá no pueda evitar que se me escape algún veneno personal entre líneas, pero quienes lean lo que sigue deben imaginar que ha sido escrito circunstancia que hace disculpable el mortificante tono de confesión general por el joven y gualtrapa camarerito que solía mirarme tan sin piedad mientras atendía la barra. Lo más cabreante de aquel pringadillo era verlo trajinar entre la mierda de los demás con ese aire autocomplaciente, abnegado y estúpidamente puritano.


El cierre de La Boreal tiene toda la pinta de eternizarse por los siglos de los siglos. Una necedad tan inútilmente cruel como todas las necedades del poder. Una frenética impaciencia me insta para que me calle y le ceda la palabra al camarerito para que les cuente la historia a su manera. El tipejo me cae tan mal que, como desde aquí no puedo abofetearle en la cara, lanzó el golpe de mi desprecio abierto contra todo aquello que hace inteligible su mirada de esclavo condenado a galeras hosteleras.

*

Esto deprime al más santo. El mugriento bareto del señor Gerardo está en uno de los esquinazos más cutrones y con más movimiento del barrio. Malasaña tiene fama de sitio heroico desde aquello de la guerra de independencia contra Napoleón. Pero ahora el barrio le debe su celebridad al trapicheo y la lampancia. Un panorama de auténtica vergüenza. Por La Boreal merodea y acampa toda una basca de traficas, yonquis y colguetas del quieres algo de algo.

Lo más crudo de un lumpenazo aparca por aquí. La mayoría es castiza y la minoría tira hacia lo moruta. Me muerdo la lengua cada vez que un cliente de los históricos, con una pata en el otro mundo y la otra biela fundida por la chochez, sale con el cuento de que La Boreal conoció tiempos mejores. ¡Quién te ha visto y quién te ve, cacagüe! La pelota no me da para seguir esos carretes de película de época. Mucho chamullar que esta matadísima guarida de zumbetas fue la cafetería de la gente bien malasañera, ¿y qué?. A mí me la sopla aquella jari de Maricastaña y su leyenda. Sólo sé que se acabó el jamón desde hace rato. Si existió aquel caché en este antro, mejor que mejor. Pero el negocio se jodió bien jodido en cuanto los trapicheros y yoncones se mudaron a esta esquina.


El bisnes del señor Gerardo va como el culo. Los puñeteros yoncoñazos y sus pesadísimas manías de chutarras lían la de Dios es Cristo cada dos por tres. Este basural de la madre que los parió crece, desparrama y pudre todo lo que toca. Aquí el caos nada entre la mierda. El cagadero de España, mismamente.

Al otro lado de la barra, miro, escucho, hago lo mío y fumo. Fumo mucho, me quemo la sangre y la vida sigue. El surtido de bollería y pastelería casera de La Boreal atrae fatalmente a la tropa de colguetas baratos e incurables. La jauría de babosos con el tarro rebañado por el jaco compite con las moscas del local para formar el grueso de nuestra selecta clientela. La voracidad por el dulce de esta gente enferma es un fenómeno sorprendente y repugnante. Me choca que la ciencia todavía no se haya preocupado lo suficiente de estudiar el vomitivo ansia del chutarra por zamparse cualquier moñigo que vaya envuelto en una buena costra de azúcar.

Como en cualquier otra parte, pero agravado por la situación límite malasañera, el camata de La Boreal tiene que estar especialmente al loro para no meter la gamba. Si no quieres cagarla ni quedar como un comemierdas, más te vale calar a todo el mundo al primer golpe de pestaña.


Cuadros no faltan. Meneo los ojos hacia el rincón más discreto. Apalancado al fondo, siempre encuentra la mirada al mismo tío de pellejo renegrido, barba de mulo a medio esquilar, con sus Rayban de espejo y ese tomo de greñas aceitosas y despeinadas. Parece sobar. Fuera, en la plaza, este mueble vende una ful de caballo. Aquí dentro, sin el espabile del bisnista callejero, el tostao siempre está en las mismas: hombro izquierdo hundido en la pared y codos pegados a la barra como con ventosas. Talmente un pulpo salido de 20.000 leguas de viaje submarino, pero que lee el periódico. Sus colegas le llaman Octopussy. Da asco.

Otro de los habituales sobrevive bajo una calva reluciente, detrás de un bigote grumoso y atrincherado en un parloteo constante y mareante. Quien quiera que fuera estuvo fino al encontrarle el mote: le llaman el Sonatas. El tío más plasta de toda La Boreal, aunque no deja de tener un punto simpático. Al menos, no atufa tan a fiambre como los yoncones. El Sonatas es un borracho de los de toda la vida. Tiene una cháchara con soniquete de terremoto, un vozarrón cazallero y cavernoso. Nunca para de rajar. Le veo, horas y horas, raspando con el mechero Bic el barro pegado a sus zapatillas deportivas y sin cerrar la boca. El Sonatas nunca calla. Me supera que nunca cierre la boca. ¡Qué portento de labia a fondo perdido!


Las colgadas del barrio, haga frío o calor, forran lo que les queda de percha con ajustados pantalones vaqueros y gruesas chupas de cuero. Un cuadro se repite a diario: dos tías pasadísimas se arrebujan sentadas sobre una silla sin respaldo. Agazapados al costado de la máquina tragaperras, estos dos infrahumanos fetos de siamesas parecen flotar dentro del vientre de una preñada gigantesca e invisible. Dos caretos borrosos e intercambiables, también invisibles. Desde sus gomosos y amorfos morros chorrean confesiones tartajas, agobiadas y obtusas. Detrás de sus párpados hinchados, los ojos podrían pasar por una pintura moderna de cuatro olivas de Jaén. Esos clisos son como pulpa de aceituna machacada, rota y aliñada. Babas y mocazos gotean hacia el suelo. Un espectáculo imposible.

Mi jefe, el cojonazos señor Gerardo, fosilizado dueño de La Boreal, no se resigna a liquidar el negocio como Dios manda. El pobre hombre y los alerones de arriba y abajo le cantan por soleares. El viejo habla solo, da unas órdenes que nadie obedece, se ríe sin venir a cuento. Una pena.

Casi rozando el techo, en una esquina del local, un aparato de televisión, como una máquina de martirizar enchufada al ombligo de un monstruo escapado del manicomio, vomita y vomita. Es un chisme insoportable y chillón, porque el señor Gerardo está un poco sordo y lo pone a toda leche. Y el jefe también debe andar algo ciego, o se lo hace, porque las paredes están enfoscadas de grasa. El agonizante resplandor de un par de tubos fluorescentes empeora una escena que no tiene arreglo. El local se adorna con otros detalles. La cancela de la escalera que baja al retrete está condenada con dos vueltas de cadena y un candado. Más vale prevenir: nunca se sabe lo que puede hacer nuestra distinguida parroquia cuando no hay vigilancia. Una estrategia comercial del señor Gerardo es hacer que los taburetes aparezcan y desaparezcan por arte de magia. Hay que darle aire al culo del personal para que consuma algo. Lo que sea.

Atención. Entra un cliente muy decidido. Sospechoso.
Este sujeto, un bulto supuestamente humano, palmea con sus dos manazas la formica de la barra. Al finalizar su curiosa sesión de tamborileo a la anfetamina, el recién llegado lanza un graznido de bestia del pantano. Parece que hace sed.

¡A ver, jefe la prisa tabernaria del que está en capilla pare ocurrencias a lo Groucho Marx , una copa de coñac antes de que sea más tarde!

La vida sigue. El Sonatas a su bola, tirándose sin red y soltando lastre. Su absurdo sermón resuena con el cuajo borrachuzo del marginata acostumbrado a que no le hagan nunca caso.

La televisión es una mierda. Hay que joderse con el anuncio del gusano que se cuela por la picota. Y el Defensor del Pueblo tocándose los pelés. A mí no me mola la pichicata, pero ¿de qué van? ¿Por qué coño la tendrán tomada con el boxeo?. Se las dan de sociatas a la europé y son unas nenazas sin puta idea de lo que es el deporte verité. Ninguno de esos cabrones tiene ni puta de quien fue Clasius Clay, el mismísimo Mojamé Alí que se cambió el nombre al fichar por la musulmanía. Campeón y todo, al jodío negraca se las hicieron pasar putas. ¿Y por qué? Anda, jódete, por objetar al Vietnam, con dos cojones. Si sabré yo de lo que estoy hablando, yo que me conozco hasta el Vaticano. Menudo chabolo tiene el Papa Botija. En la basílica de San Pedro dan las horas a cañonazos. Que son las once, pues coge el sacristán del templo apostólico, católico y romano, hace la seña a la guardia de Flandes, y los del chaleco de hojalata se lían a cañonazos: ¡pom, pom, pom, pom, pom, pom, pom, pom, pom, pom y pom! Once pedos como hay Dios. Once bombazos del copón, que el del ojo lo ha visto en primera fila. Se lo digo como está en los libros, señor Gerardo: ¡pom, pom, pom, pom pom, pom, pom, pom, pom, pom y pom!.


Pero el señor Gerardo, con la pachorra cachazuda del perro pastor que oye llover en mitad del campo, nada más que atiende a lo suyo. Poco le importan las cosas del Vaticano. El jefe despacha media docena de curasanes a una anciana reliquia de los buenos tiempos. A espaldas de la momia enviudada y enlutada, una de las dos colgadas se despega de su siamesa. El macilento paquete se despega de la silla y , arrastrando los pies y basculando el resto del cuerpo, cae hacia donde está el jefe. La flipada farfulla como puede lastimosos sonidos que intentan ser palabras. Comienza la tragicomedia del pedigüeño sin control, del sablista miserable.

Señor Gerardo, déme un paquete de Fortuna.

Tienes dinero, chica

Sí, señor Gerardo.

A verlo.

Señor Gerardo, es que las pelas las tiene mi novio, pero viene enseguida. Ande, déme un paquete de Fortuna de fiao.

Cuando llegué tu novio con el dinero, te doy el tabaco. Hasta entonces, te esperas.

Señor Gerardo, déme un paquete de Fortuna de fiao. Usted me conoce de estar aquí todos los días, usted sabe que yo siempre le pago.


Ya te he dicho, chica, que te doy el tabaco cuando venga tu novio con los cuartos.

Si sólo es una librita... Déme ese paquete de Fortuna fiao, señor Gerardo.

Qué te digo que no. Sin dinero, no doy nada y no me hagas hablar más. Vete a buscar a tu novio. Marcha a marear a otra parte.

Señor Gerardo, ande, déme ese paquete de Fortuna fiao.
Qué no, muchacha. Ya te he dicho que no cuarenta veces. Si no pagas, no hay paquete de tabaco. Lárgate un rato a tomar el fresco y no des más la lata. Me tenéis más que harto. Estoy de todos vosotros hasta las pelotas. ¿Cuándo vais a aprender a comportaros? ¿Cuándo empezaréis a ser formales?

Señor Gerardo, déme un paquete de Fortuna de fiao.

-¡La madre que te parió, hija del demonio!

Señor Gerardo, ande, no sea así, déme un paquete de Fortuna de fiao.

¡Me cago en la leche...!


Pocos son los vecinos respetables, aunque muchos sueñen con que el negocio florezca como en los viejos tiempos, que se atreven a entrar en La Boreal. Tres o cuatro currantes de las tiendas cercanas suelen hacer una parada para tomarse el cafelito de media mañana. Alguno de estos contados clientes normales prefiere meterse un pelotazo. En busca del trago y de palique, un tipo al que le caigo simpático se planta delante de mí. Buena gente. No se qué pinta aquí.

¿Lo de siempre?

Vamos con ese gin tonic. La dieta hay que cumplirla.

Volando.

¿Cómo lo llevas, chaval?

El muermo de siempre. Miseria. Más allá de esta barra no se ve más que miseria. Me voy a quedar hecho un zarajo esperando a que el jefe se decida a vender este negocio de mierda. Y, de verdad, que yo sería el camarero más feliz del mundo si el señor Gerardo comprendiera de una vez que le iría mejor abriendo una cafetería nueva en un sitio con estilo, en la civilización. Pero nada, con todo el dinero que tiene el muy mamón, y el jodío viejo ni se jubila ni se cansa de pelear a diario con esta plaga.

Tratar con el público es duro en todas partes.


¡Para nada! Ningún otro rollo hostelero puede ser tan puteante como este infierno. Seguro que hasta hay camatas que disfrutan con el servicio. Este oficio puede hasta llegar a ser bonito, pero lejos de estos zombies, en un ambiente de gente normal. Aquí te pasas el día hundido en la ruina, aguantando la paliza del drogata hecho polvo, regateando con el palero que te la quiere dar. Sin tanta movida chunga, seguro que el curro de camarero tiene su gracia.

Ahí hay vocación.

Yo qué sé, pero me da por el mismísimo tratar con esta chusma mierdera. ¿A quién le estimula estar de bronca cada cinco minutos?.

Aguante, chico, más ánimo.

Voy tirando, cada día estoy más quemao, pero voy tirando. A veces, para olvidar el mal cuerpo que se me pone aquí, imagino que me toca la bonoloto. Saco la pasta del banco y voy y me compro un café dabuten en medio de la Castellana. Me monto un garito a lo grande sólo para darme el lujo de contratarme a mi mismo en un sitio con clase. En fin, chorradas, ¿no le parece?

Sueña todo lo que quieras, que soñar es gratis y limpia la sangre de malos humores.

*


El rato de charla amistosa duró poco. Un yonqui cabezota trató de bajar a los servicios para picarse. El señor Gerardo le dio caza mientras el otro luchaba con la cadena y el candado. Se enzarzaron en una cansina discusión mil veces oída. Finalmente, el jefe sacó el repertorio borde. El yonqui se dio por vencido, reculó hacia la puerta de la calle y desapareció en busca de otro lugar en el que meterse el chute.

Un coche de la madera municipal frenó a lo bruto en la misma entrada de La Boreal. Veo bajar a dos guindillas que caminan hacia un quiosco de la ONCE que queda a pocos metros. Un camello aparece de repente, como salido de debajo de la tierra. Al paso de los guardias, el zoquete a punto está de cagarla porque sí. Las voces se escuchan dentro del bar.

¿Qué va a ser, agente? ¿Documentación?

Quita de enmedio, pedazo de capullo. Aligera antes de que me encabrone y te coloque. Largo.

El camello giloncio, que escondía dentro de la boca varias papelinas de heroína sin calidad, se esfumó a regañadientes. Los guindillas compraron los cupones de la ONCE y regresaron al coche patrulla. El trabajo de la ley tiene momentos de reírse hasta partirse la polla. Los municipales, una de esas acciones inexplicables de la policía, saltaron del coche para identificar y registrar a una pareja de yoncones, que con la cara y las manos embadurnadas con el merengue de dos monumentales milojas, salía de La Boreal.

¡Documentación! ladró la autoridad.


¡Anna, a hoshia escupieron a coro las dos bocas atiborradas de pastel , no e dehan a uno ni jamhar a gusho!

Se produjo un cacheo guarro e infructuoso. Una pringue. Pero el asunto se complicó cuando un tercer colgueta, que venía completamente ido por la calle perpendicular fumándose un chino, dobló la esquina de La Boreal y chocó contra la ley. Monos. Susto general. Los guindillas, olvidando el requerimiento hecho a los embadurnados de merengue, cambiaron de sospechoso y pusieron al del chino cara a la pared, con las piernas abiertas y los brazos en alto.

El consumo de drogas en lugar público, según dispone el último bando del señor alcalde don Alvarez del Manzano, es un delito contra la salud ciudadana punible con multa de 50.000 pesetas.

Va de broma, ¿no? ¡Si no tengo viruta ni para seguir poniéndome!

Los guardias discutieron con el fumeta. Como el pobre desgraciado berreaba y no terminaba de entrar en razón, uno de los dos maderos le sacudió un hostión al presunto. Mal asunto.


Dentro de La Boreal, cada cual sabe que lo mejor es ocuparse de su propia vaina. Yo me puse a secar con una bayeta roñosa los vasos, las tazas, los platos y los cubiertos. El señor Gerardo explicó lo inexplicable a quien se le puso por delante, incluido él mismo. Octopussy se derretía en su rincón. La yoncona del paquete de Fortuna fiao mendigó un cigarrillo a la desesperada. Su siamesa vegetaba contra la máquina tragaperras. Nadie atendió a las palabras del Sonatas ni le aplaudió lo taurino de su gesto: dio un brinco, giró todo el palmito en redondo, levantó los brazos como sosteniendo unas banderillas imaginarias y remató dando otro saltito. Mientras tanto, un desconocido matrimonio de camellos roqueros cambiaba los sucios pañales de su cabezón encima de una mesa y exhibía sin pudor el culo cagado de la criatura. Los insensatos padres se chuleaban de haber parido su gran obra maestra. Trompeta perdido, majara de atar, el Sonatas tuvo una salida de santo. Con el volcánico croar de su alcohólico vozarrón, el Sonatas sentenció:

Pues si esto es Europa, ¿cómo será Africa?

Para escapar de Africa, me tomé un descansito. Dejé la barra y fui hacia la puerta. Recosté la espalda en el quicio y encendí un ducados. Escuché esta conversación.

Tú sabes, Fernando explicaba un camello bastante puesto , que esto yo sólo lo hago contigo, porque te conozco.

Antonio se revolvió su acompañante con un estallido de cabreo , que me llamo Antonio, ¡joder!

Bueno, pues eso, tío: Antonio. ¡Qué más da!


Así eran las escenitas que me calzaba delante y detrás de las puertas de La Boreal. Los vecinos de Malasaña, lo mismo con los viejales que te largaban sus batallas que con los jóvenes que pasaban de pringarse en movidas, no se apeaban del burro: el barrio tiene un rollo agradable, el trapicheo es un mal soportable, La Boreal podría volver a ser lo que fue...

Desgraciadamente, una tarde sucedió un muñeco que hizo que a los más santos se les volviera la boca culo. Un pasón en la catedral de los pasones.

De la mano de su madre y de una tía, viniendo del colegio, tres chavales se pararon delante del escaparate. En un pis pas, ¡zaca!, los colegiales, la madre y la tía empezaron a chillar. Con los gritos, los vecinos que estaban en la plaza, algunos paseantes y toda la banda del trapicheo corrieron hacia el escaparate y se montó un corrillo curioso. ¿Por qué tanta alarma y expectación? Pues casi nada, resulta que los del tumulto estaban contemplando una rata sentada encima de la bandeja de una empanada y tirándole mordiscos al género. A continuación, con toda la peña con los ojos a cuadros, vino lo más grande: el señor Gerardo espantó al bicho asqueroso de un manotazo y, cabecita loca, la vida sigue igual. Ni siquiera tuvo la decencia de retirar la empanada pisoteada y mordisqueada por la rata. El personal a punto estuvo de llegar al motín.

Todavía hay más. Un par de horas después de sofocarse el cabreo general cuando sólo quedaba en la cafetería un cliente colgueta que vociferaba: ¡Es que en este local no hay higiene! la policía se presentó con una orden de cierre y precintó La Boreal.


El papel gubernativo explicaba que, en la fecha de vaya usted a saber, un fugitivo, escapando de un control policial y con el fin de burlar la consecuente persecución de los agentes, se había refugiado en el local y buscado amparo tratando de confundirse entre una clientela sospechosa. Literalmente, el papel decía: Toda vez que el establecimiento público La Boreal pudiere quedar incurso en responsabilidades civiles o penales derivadas del auto de procesamiento arriba citado, se ordena el cierre preventivo y el precintado del mencionado establecimiento.

La mayor parte de la gente del barrio, a diferencia del descontento solidario despertado en estos mismos vecinos tras el precintado policial de otros locales, se tomó el cierre de La Boreal como justo castigo por lo de la rata. Nadie mandó cabreadas cartas de protesta a los periódicos. Nadie ha denunciado oscuros tejemanejes municipales. Nadie pidió justicia pegando pasquines por las paredes.

Mala suerte para el señor Gerardo. Tanto pencar con el cutrerío malasañero para acabar con el negocio chapado con una excusa chorra y guarnái. El mandamiento gubernativo sancionó a La Boreal porque un gamboso, un tío mala follá que venía de naja con los monos pisándole los talones, se coló en el garito en plan despiste. Mala leche.


Ni me va ni me viene ya me escuece bastante haber perdido el curro en La Boreal, aunque fuera un curro tan malo que me revolvía las tripas , pero, poco a poco, la pelota barrena, atas cabos y cortas pelos en el aire. La persecución lanzada contra Malasaña atufa a movida politiquera. O será que los peperos y su alcalde Pepeponciano están dispuestos, caiga quien caiga y lo que caiga, a poner patas arriba la Plaza del 2 de Mayo para construir otro aparcamiento subterráneo. La tropa de la venta seguirá en lo suyo, eso fijo. Pero con La Boreal cerrada y con la plaza en obras, ¿dónde se meterá la piara lampante del tienes algo de algo?




*

El camarerito ha dicho la que quería. Sin embargo, la última palabra la tiene este yonqui, cuyo perfil social se ajusta al de un profesional con una cultura de élite universitaria en perfecta simbiosis con la más supervivencial cultura callejera del toxicómano con categoría de razonable.

La Boreal que yo conocí fue una puerta abierta al asombro. El mercado negro de las drogas crea espacios monstruosos. Dirigida por el gran gendarme de los Estados Unidos, la cruzada universal de los gobiernos represores del derecho humano fundamental de disfrutar de una vida privada en libertad puede llegar al exterminio físico del enemigo toxicómano pero siempre perderá la batalla de suprimir la tentación ancestral de la farmacopea estupefaciente. Año tras año, en una diabólica tiranía del control social, leyes peligrosamente policiales y podridamente paternalistas multiplican el horror. La prohibición mata. Las drogas adulteradas matan. La miseria y la marginación del toxicómano son un castigo que mata.


La Boreal fue una puerta abierta a ese horror, un museo de los muertos vivientes, una reserva salvaje en el corazón de la ciudad moderna. Aunque La Boreal quede sellada para siempre, en otros bares de mala muerte y peor vida, en otras esquinas del infierno metropolitano, anidará el horror del toxicómano perseguido.

Yo desayunaba en La Boreal. Punto y seguido. Cuando la policía de la salud me de el alta, el alma que me dejen y lo que me quede de cuerpo buscarán un nuevo Aleph en el que seguir desayunando. Si me da la gana almorzar desnudo, almorzaré desnudo. Saciado este ritual del vicio purificador o de la religión envenenada, accionaré el mecanismo social que protege mi furtiva manera de vivir bajo la apariencia de un ciudadano saludable y respetable, acudiré al trabajo y mi cerebro se pondrá en marcha para metabolizar y aplicar el axioma de William Burroughs:

La droga es una ecuación celular que enseña al usuario hechos de validez general.


Agosto de 1992

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