martes, 26 de junio de 2007

ponientá




Sopla, zumba constantemente, ese viento que aquí, en la costa de Almería, dicen ponientá. Dicen que el viento de Levante también vuelve locos a lugareños y visitantes.

Hoy, nada amablemente, ruge ponientá.

Los kilométricos envoltorios de plásticos que cubren los invernaderos de El Ejido se agitan histéricamente. Esto es un prodigio de la agricultura moderna en mitad del secarral: cuatro cosechas al año.

Propietarios, de todo hay, algunos ignorantes y animalizados, han encontrado su quimera del oro. Gente que firma su nombre sin mirar con una equis los números que les reclama Hacienda, gente que viste tan desastradamente como siempre, gente entre la que ahora se encuentran algunos mafiosos analfabetos que aparcan sus coches Jaguar, dos de color guinda y uno verde, en estas toscas calles de miseria y polvo, gente que, capaz de todo, habita, explota y domina, este desierto.

Al calor del florecimiento agrícola, con miles de esclavos de las Áfricas del norte y del sur malviviendo sin apenas techo y por un jornal miserable, en esta esquina y en la otra te encuentras con un garito de juego, con varias casas de putas. El negocio prospera.

Dos tipos juegan a las cartas. Su diálogo es escueto.
-Te voy a sacar hasta las tripas, cabrón-, afirma un personaje siniestro. Se le conoce con el apodo de “El Cuca”, por una mancha negra que cubre el párpado de su ojo izquierdo.
-Me pillas ciego de capital –responde Lucas, también conocido como “El Fresas”, porque ese cultivo, y también varias toneladas de flores que fueron compradas para adornar las exequias fúnebres de Lady Di, le han convertido millonario.

Esta noche Lucas no lleva suficiente liquidez en los bolsillos de su raída cazadora para hacer frente al envite de su contrario. Pero la apuesta está ahí, encima de la cutre mesa de juego. Recuerda El Fresas que su mujer es bonita, que ya otra vez la jugó sobre el tapete y la perdió. El mal no fue mucho, para él. Todo se resolvió con unos cuantos lloros histéricos. Aquel otro ganador se conformó con los polvos de un largo atardecer que se prolongó hasta el amanecer. El Fresas cree que, en el peor de los casos, si pierde la jugada, todo se resolverá de una manera similar a la anterior. Se juega a su mujer. Pierde.

Finalizada la partida de cartas, El Cuca y El Fresas, que ya han bebido mucho, van camino de la casa del perdedor. La ponientá no descansa.

-Tío, te he pispao a tu tía como Dios manda -afirma El Cuca-. Si cuando lleguemos al camastro de tu casa, te rajas, te rajo a ti y le cruzo la raja a tu preciosa parienta. Le tengo unas ganas a ese chocho que...
-No me calientes más –replica El Fresas-. Esa tía es mía, más mía que mis cojones. Si en esa puta partida la he cagado contigo, también es cosa suya. En las duras y en las maduras. Yo respondo de mi palabra. Las apuestas del juego son sagradas. La vas a tener, a mi Rocío, por una noche, pero ni un minuto más. Esa hembra lo es todo para mí.
-Ya veremos. A lo mejor, le gusto y...
-Ni una broma con eso, hijo de puta. El juego es el juego, y un trato es un trato. Yo soy su hombre. Ni se te ocurra pasarte, porque como me siga envenando la ponienta, se me pudre la sangre y ya no sé ni lo hago.

Caminan hacia la casa.

Suenan fuertes golpes en la puerta.

Rocío, así se llama la mujer de El Fresas, está, semidormida, medio mirando un programa de televisión. Se alarma con el ruido.”¡Dios mío, otra vez no, otra vez no puede ser!”, reflexiona frotándose los ojos.

Los golpes suenan con mayor fuerza.

Rocío intuye, está segura de que ha vuelto a suceder. Se levanta del sofá y, sin pensarlo dos veces, se abalanza hacia el armario del comedor. Dentro, descargada, se apoya contra una esquina la escopeta de caza de su marido. Rocío agarra el arma de dos cañones con fuerza. Del cajón del aparador sus manos, temblorosas, atrapan nerviosamente un par de cartuchos. Carga la escopeta. Es una operación fácil. Lo difícil, lo jodidamente desesperante, es haber llegado otra vez a esta situación.

La puerta, violentamente, se abre de un empujón.
No estaba cerrada con postigo ni cerrojo.
El Fresas y el Cuca miran sorprendidos a Rocío, que les apunta a la cara con la escopeta.

-Cariño, niña, escucha, comprende –se excusa El Fresas-, ha sido una mala baza. Total no es más que una noche de mala suerte. Este amigo es de confianza, te tratará bien. Ya sabes, el juego...

Suenan dos disparos. El Fresas cae al suelo; su cabeza ha sido reventada por un cartucho del doce. Al instante siguiente, otra andanada de perdigones borra el rostro de El Cuca. La mancha negra de su párpado izquierdo ha desaparecido para siempre.

Rocío arroja la escopeta encima de los dos cadáveres.

Tiene ganas de llorar pero las lágrimas no le salen. Vuelve a tumbarse en el sofá y sigue viendo la televisión.

La ponientá sacude los cristales de la casa. Rocío baja el volumen del televisor al mínimo y se concentra en escuchar el azote del viento.

La ponientá, lejos de alterar sus nervios, acuna esa calma con la que tantas veces ha soñado. Se duerme. En sus sueños no hay remordimiento, ningún fantasma alzándose con la guadaña del terror. Las líneas de su rostro están ligeramente inclinadas. Hay un dibujo de media sonrisa colgando de los labios, una instantánea de felicidad discreta.

Mañana no es tiempo de madrugar.


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